28 noviembre 2024

La Herencia de los Sanz

 




El pequeño pueblo de Arucas destacaba por la mansión que dominaba su única colina. Su construcción databa de finales del siglo XIX, como símbolo del éxito y la prosperidad de la familia Sanz.

La casa, que empezó siendo un fiel reflejo del carácter afable y solidario de sus dueños, era ahora oscura y apagada, con enredaderas y grietas en cada una de sus esquinas. En 1925, el último de los Sanz había abandonado la mansión, siendo también el último de ellos en dejar el pueblo y, desde entonces, la fama de estar maldita la había acompañado.

Maura Sanz, bisnieta de los primeros habitantes de la mansión, había regresado a la casa aquel verano de 2002. Se marchó siendo tan sólo una niña, pero los recuerdos de su infancia jugando y leyendo los libros de la biblioteca familiar, la habían hecho volver. Tras la muerte repentina de su padre, Maura heredó la mansión y, aunque no tenía intención de quedarse mucho tiempo, algo la impulsaba a resolver las habladurías y misterios que rondaban por el pueblo con respecto a lo que allí sucedía.

Llegó un lunes por la tarde, tras pedir permiso en el trabajo y, sin bajarse del coche siquiera, pudo comprobar que todo seguía tal y como lo recordaba el día que se fue: enredaderas en las paredes exteriores, el balcón resquebrajado, los escalones cubiertos de moho… Y al entrar la cosa parecía no cambiar: los mismos pasillos largos y oscuros, los muebles llenos de telarañas y las ventanas tan sucias que, apenas dejaban pasar la luz del sol.

Había reservado habitación en el único hostal del pueblo, pero por alguna extraña razón decidió quedarse en la habitación que había pertenecido a su bisabuela. Estiró las sábanas que había traído encima de la vieja colcha, entreabrió las ventanas para dejar pasar el aire y refrescar la habitación y, bajo la tenue luz de las velas que aún descansaban en los candelabros de la pared, se quedó dormida casi de inmediato. Pero poco le duró el sueño.

Algo a media noche la había despertado. No había sido un ruido, sino más bien una sensación. Como si algo la estuviese mirando desde el fondo de la habitación. Abrió los ojos de par en par, intentando enfocar la vista, pero no vio nada. Todo seguía en su sitio. El tocador dorado, el banco rojo de terciopelo, el espejo lacado con ángeles tocando el arpa en cada una de sus esquinas... aquel espejo… Siempre había estado allí, dominando la estancia, pero ahora le devolvía una imagen que no reconocía del todo, como si su propio reflejo se estuviera desvaneciendo entre las sombras. Fue tan solo unos instantes, unos segundos de nada, pero los suficientes para inquietarla.  

Los días siguientes los pasó limpiando, aireando habitaciones y pasillos, quitando el polvo y arrancando las malas hierbas y, pese al intento de distracción, la sensación de que algo no iba bien aumentaba. Hiciera lo que hiciese, la mansión parecía resistirse a cualquier intento de devolverle la vida. El aire seguía sintiéndose denso y opresivo, y la extraña sensación de frío, como de humedad, no se iba.

Estancia tras estancia, buscando la razón de aquel aire frío, llegó a la puerta del desván, lugar que recordaba vagamente debido a que nunca le permitieron subir. La puerta estaba cerrada, pero, mientras limpiaba el antiguo escritorio del despacho, recordó haber visto una llave de bronce que parecía encajar en la cerradura. Así que fue hasta allí y la cogió.

El desván estaba lleno de muebles viejos, cajas cerradas con cinta de color marrón, retratos de la familia y recuerdos polvorientos. Al fondo, un arcón grande con adornos, estaba cubierto con una tela de cortina. Maura lo abrió sin pensar, pues la curiosidad era una de sus muchas cualidades. Dentro, lo que parecían ser diarios escritos por su bisabuela, Helena Carrascosa, la primera habitante de aquel lugar junto a su bisabuelo Marco Antonio Sanz.

Tras un rápido vistazo descubrió que en aquellos diarios se relataba con detalle cómo había sido la construcción de la mansión, los años de prosperidad familiar, las grandes fiestas con los del pueblo… pero de repente algo cambiaba. En uno de esos diarios, llegando casi al final, la letra se volvía ilegible, las descripciones parecían confusas y las palabras “pesadilla” y “sombra” aparecían en cada una de las páginas. Al parecer algo se había apoderado de la mansión y Helena lo contaba en su diario.

Una de las frases le pareció de lo más perturbadora, y mencionaba al espejo frente al que había dormido durante su primera noche allí:

“El espejo de mi habitación no es lo que parece. No sólo refleja mi rostro, sino que, a veces, me muestra cosas que no quiero ver. Tengo miedo. Mi marido no me cree, pero sé que algo se oculta detrás de ese cristal. Algo que cada vez está más cerca.”

Maura cerró el diario. Estaba temblando. Su piel erizada le recordaba el miedo que le daba ver películas de miedo en la tele sentada cómodamente en su sofá y, sin embargo, allí estaba ahora. Temblando, pero queriendo conocer más de aquel espejo.

Por la mañana, después del café, se acercó al pueblo. Sabía que Paco, el encargado del ayuntamiento, procedía de una familia muy amiga de la suya durante aquellos años de esplendor así que, con suerte, podría contarle la historia de la mansión. Le bastaron dos horas junto a él para descubrir algo aún más desconcertante.

Según los ancianos del pueblo, su bisabuela Helena había sido una mujer obsesionada con la belleza. Decían que había mandado a construir un espejo enorme a un carpintero del extranjero. Un espejo donde, según ella, aquel que se mirase durante demasiado tiempo, perdía su alma.

Aterrada, Maura regresó a la mansión, llevando sobre sus hombros el peso de la extraña historia que acababa de escuchar. No estaba segura de querer volver y de querer quedarse, pero sus pies volvieron a llevarla a la casa.

El espejo seguía allí, ajeno a todo lo que ella sentía. Imponente, colgado en la pared a los pies de la cama. Dorado y brillante. Su superficie, antes lisa, ahora parecía vibrar, como si algo se moviese bajo el vidrio dejando una estela a su paso. Con el corazón acelerado, se acercó. Algo oscuro se divisaba tras su reflejo, y la miraba directamente a ella.

Asustada trató de retroceder, pero el espejo no dejó de mostrarle aquella presencia. Y entonces recordó los diarios de su bisabuela. ¿Había algo más que ella aún no había leído? Corrió al desván, abrió el arcón y revisó los diarios. Hoja por hoja. Y en uno de ellos, el más pequeño, Helena mencionaba un ritual aprendido en Europa durante uno de sus viajes de negocios. Un ritual que, según una gitana rumana que conoció en un rastro, le otorgaría el poder de mantener su juventud eternamente. Contaba cómo se había estado preparando para llevarlo a cabo y qué día lo iba a hacer. Pero también contaba que algo había salido mal. Algo del más allá había cruzado sin permiso y se había quedado allí, atrapado en el espejo.

“Nunca debí hacerlo. Nunca debí mandar a fabricar aquel espejo. Hice caso a la gitana y ahora él me observa. Me persigue en sueños y hace que pase los días muerta de miedo. Ya ni siquiera sé quién soy. ¿Soy yo la que se mira en el espejo? ¿Es mío ese reflejo?”

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Maura. Tenía miedo y no podía respirar. De repente, un sonido procedente de la habitación parecía llamarla. Un susurro casi imperceptible, decía su nombre.

Se levantó, cerró la puerta del desván y se acercó de nuevo al arcón. Tenía que seguir leyendo. En algún lugar estaba la respuesta que estaba buscando. Y entonces lo encontró. Encajado en un lateral había otro diario. Éste más fino. En él Helena relataba, con detalle, cada uno de los intentos de romper el cristal del espejo, pero el vidrio parecía ser irrompible. Así que, como solución, lo único que se le ocurrió fue cubrirlo con un pañuelo negro, jurando no volver a mirarse en él.

Maura no sabía qué hacer. Estaba segura de que, si había llegado hasta allí era porque su bisabuela, desde algún lugar desconocido, le estaba pidiendo ayuda. Así que, decidida, bajó al sótano y cogió un martillo. Subió a la habitación y comenzó a golpear el espejo. Una y otra vez. Cada golpe acompañado de un grito de desesperación.

Pero el espejo ni lo notó. Allí seguía entero. Desafiándola.

Maura, lejos de rendirse, siguió golpeándolo. Cada golpe acompañado ahora de un mar de lágrimas.

Y entonces lo escuchó. Aquel último impactó resonó en la habitación dejando salir un extraño sonido, casi escalofriante, como un gemido de dolor que procedía de ningún lugar en particular, pero de todos lados al mismo tiempo. Ahora la sombra del espejo se movía más rápidamente distorsionándose más y más cada vez. Una figura oscura, alta y delgada comenzó a asomarse en el cristal, extendiendo algo así como un brazo hacia ella.

Maura no podía dejar de gritar y buscó desesperadamente algo con lo que defenderse. Recordó lo que leyó sobre la solución final de su bisabuela y decidió imitarla. Agarró la colcha de la cama y la lanzó hacia el espejo intentando cubrirlo por completo. Pero antes de que pudiera hacerlo, una mano se materializó. Era delgada y pálida, casi traslúcida, con dedos largos y huesudos. Se estiró hacia ella intentando atraparla y Maura, sin tiempo para reaccionar, tropezó y cayó al suelo siendo alcanzada. Sintió cómo el frío se adueñaba de su cuerpo paralizándola. Y la oscuridad la cubrió por completo.

 

***

Al día siguiente, Feliciana, la dueña del hostal, llegó temprano. Maura la había contratado al día siguiente de su llegada para que la ayudara con la limpieza de la casa, pero se había retrasado debido a la enfermedad que padecía su marido, que la obligaba a no separarse de él los días posteriores a recibir su quimioterapia.

Le extrañó encontrar vacía la casa. El silencio reinaba en aquel enorme salón, como siempre. Y, sin embargo, notaba que no todo estaba igual. Llamó a Maura varias veces, al tiempo que recorría la planta de abajo en su busca. Pero no encontró respuesta. “Habrá salido a comprar”, pensó.

Salió al jardín, abrió el portón del patio, bajó al sótano, pero allí no estaba. Las habitaciones estaban tal y como las recordaba de la última vez. Lo único diferente era que el gran espejo de la habitación estaba cubierto por la colcha de la cama. Pero de Maura, ni rastro.

Como había sido contratada para limpiar decidió ponerse a ello. Barrió, aireó la casa, recogió los objetos que había tirados, devolvió el martillo al sótano y colocó la colcha. Y fue entonces cuando notó algo que, hasta entonces, había estado oculto. En el espejo se reflejaba ella, pero más joven y más guapa, como si se estuviera mirando la Feliciana de hacía unos años, y detrás, una figura oscura, apenas visible.

“Demasiado café”, se dijo a sí misma.

Pasaron los días, y nunca volvieron a ver a Maura por el pueblo. Había quienes decían que se había cansado de estar en aquel aburrido lugar, y quienes comentaban que quizá la historia de aquel espejo era cierta, y ahora el alma de la muchacha vagaba perdida en él. Los días fueron pasando y la casa volvió a verse oscura y abandonada en lo alto de la colina. Nadie quería acercarse, total para qué. Allí no se les había perdido nada y ninguno quería descubrir qué había de cierto en aquella historia.

27 noviembre 2024

La niña de ojos verdes - Relato publicado en Infonorte Digital el 27 noviembre 2024






En un pequeño pueblo rodeado de montañas, vivía Ana, una niña de 8 años con los ojos verdes más bonitos que he visto nunca. Muchas eran las historias que se contaban sobre ella en el pueblo y, sin embargo, hasta que por fin pude conocerla, nunca me las creía. Aún recuerdo aquel encuentro, su voz cálida, su carita de ángel y el aire tan fresco y con olor a flores que parecía seguirla a todas partes. Al parecer, según los rumores, cuando Ana se sentía feliz, el viento que soplaba en el pueblo parecía danzar y llevar con él música agradable y un ligero olor a jardín. Pero cuando estaba triste, una ráfaga helada se adueñaba de las calles y las casas.

Un día, según la historia que escuché de Rosa la panadera, mientras la niña paseaba junto a río, Ana divisó una cueva escondida y oscura que nunca antes había visto. Con valentía, y sin pensarlo mucho, se adentró en ella y encontró un cristal azul y brillante flotando en el aire, justo en el centro de la cueva. Se acercó y escuchó susurros que salían de él:

Eres la última guardiana del viento Ana. Tienes en tu interior el poder de traer la calma o sembrar el caos, así que sé cuidadosa”

Ahí fue cuando Ana comprendió por qué notaba que el aire a su alrededor cambiaba según su estado de ánimo. Todo tenía un propósito. De vuelta al pueblo decidió que practicaría en secreto cómo domar el viento y cómo escuchar los mensajes que éste trataba de transmitirle. Poco a poco aprendió a crear tormentas cuando a su pueblo le hacía falta agua para sus pastos o a suavizar las brisas para evitar que los animales se asustaran. Pero todo lo que hacía tenía un precio a cambio: cada vez que usaba su don, el cristal de la cueva se consumía y con él, su propia energía vital.

Una noche de abril, en la tele avisaron de la llegada de una gran tormenta que destruiría todo a su paso, aconsejando a todo el mundo no salir de casa. Los vecinos, nerviosos, empezaron a correr en busca de refugio para sus animales y cosechas, pero Ana sabía que la única opción de evitar el desastre era si ella intervenía. Así que, pese a la negativa de sus padres, comenzó a gritar:

¡Detente! ¡Deja a mi pueblo en paz!

Los vientos obedecieron a la primera y cesaron. Las nubes oscuras se disiparon tras las montañas y el agua del río desbordado volvió a su cauce. Pero Ana, se desmayó exhausta.

Al despertar, el cristal que llevaba colgado al cuello desde el día que lo encontró, se había vuelto transparente y ella, se notaba diferente. Sus poderes habían desaparecido y ella lo sabía. Pero lejos de sentirse triste o apesadumbrada, Ana no pudo más que salir corriendo a comprobar que todos sus vecinos se encontraban bien, pues para ella lo único importante era saberse querida y protegida por todos los que la habían visto crecer y tanto la cuidaban.

Su pueblo estaba intacto y Ana se sentía fla niña más feliz y afortunada del mundo.


26 noviembre 2024

Donde la paz y la calma te dan cobijo - Microrrelato presentado al Concurso Noviembre Forestal 2024


Decían que aquel bosque respiraba en silencio. Cada uno de sus árboles, ocultaba secretos que solo los vientos conocían, y entre sus ramas, los pajaritos se volvían cómplices de su misterio. Los visitantes eran recibidos con el crujido de las hojas bajo sus pies, la humedad y el intenso olor a madre tierra. Los solitarios que buscaban refugio acababan siendo parte de sus raíces y, si permanecían allí mucho tiempo, se quedaban atrapados. Tal era la hermosura de ese bosque, siempre vivo y eterno en el corazón de sus habitantes que, allá donde estuvieran, regresaban siempre a él.


20 noviembre 2024

A TRAVÉS - Relato publicado el 20 de Noviembre en Infonorte Digital

 



Doce de la noche. Un sobre sin remitente se desliza por debajo de mi puerta. Lo abro. Su caligrafía antigua y elegante contrasta con la textura y frialdad del papel. Dentro, una simple nota: “Sabes más de lo que crees”.

No puedo dormir. Me dirijo a la cocina y pongo a calentar agua para prepararme una infusión que me ayude a conciliar el sueño. Por más que intento adivinar de quién puede proceder aquella nota, el único recuerdo que se me viene a la cabeza es el de aquella conversación que mantuve con él siendo tan sólo una niña, aquella advertencia que nunca entendí del todo. Puede que quizá mañana, con la mente más despejada, logre recordar algo más.

Son las tres de la mañana y aquí sigo, sin poder dormir. Los únicos diez minutos que he cerrado los ojos no he parado de soñar con una casa en ruinas y una puerta entreabierta que me resulta extrañamente familiar.

Seis de la mañana. Acabo de recordar dónde está esa casa. Mi padre me llevó allí a visitar a aquella mujer muchas veces sólo que, por alguna razón que desconozco, mi cabeza decidió eliminar ese recuerdo. Estaba a las afueras de la ciudad y, para llegar a ella teníamos que atravesar las montañas en coche.

Tardé tres horas en llegar, pero ya estoy aquí. El frío de la ciudad no es nada en comparación con el aire gélido que me recorre el cuerpo nada más bajarme del coche. Menos mal que me traje le termo de café. La casa, grande e imponente, aunque vieja y deteriorada, tiene la puerta abierta. Las alfombras que un día aportaron color y calidez, ahora se ven deshilachadas y llenas de polvo. Cuánta oscuridad en el que un día seguramente fue un salón lleno de luz.

Y entonces, lo vi. Ahí está. Al fondo de la estancia veo el espejo bañado en oro, con figuras de ángeles y demonios tallados en la parte de arriba. El espejo en el que tantas veces me miré de pequeña.

Los recuerdos se me agolpan intentando decirme algo y sombras, procedentes de todos lados, empiezan a danzar a mi alrededor dándome la bienvenida. Y casi por arte de magia empiezo a entender por qué estoy aquí. Ahora lo entiendo todo. Tantos años investigando por mi cuenta la desaparición de mi madre y, sin embargo, en un rincón de mi mente siempre ha estado la respuesta.

1 de octubre de 1986. Papá, mamá y yo vamos de excursión a las montañas en el coche de la abuela. Cantamos y comemos palomitas por el camino hasta llegar a la vieja casa de la tía. Me encanta ir allí a jugar, sentarme delante del espejo, admirar sus figuras y hablar con ellos. No sé dónde viven, pero siempre que me ven vienen a visitarme. Hoy mamá irá con ellos. Dice que tiene cosas que hacer y que es su deber, y que sólo estará fuera un par de semanas.

Aquel día, mi madre atravesó el espejo sin mirar atrás, sin ni siquiera darme un beso de despedida. Y desde entonces no ha vuelto. Papá me dijo, una y otra vez, que no la buscara, que me olvidara de todo aquello si no quería sufrir las consecuencias, así que mi cabeza olvidó el último día en que la vi, aunque en el fondo de mi corazón sabía que ella seguía viva.

Esa mañana, la nota bajo la puerta me lo había dicho. Sé más de lo que creo. Y ahora, más que nunca, estoy dispuesta a recuperarla

13 noviembre 2024

ECO - Relato publicado en Infonorte Digital el 13 noviembre 2024

 



Tengo la impresión de que mi ciudad vive a mil por hora. Todo en ella es caos, ruido, luces y pasos apresurados. Por la noche descansa, dando tregua a la luz de las pocas estrellas que el aire intoxicado deja observar desde abajo, y por el día vuelve a la carrera. Cientos de personas abandonan su refugio, pocas veces llamado “hogar”, y comienzan a caminar a toda velocidad, como si fueran ríos desbordados, con la mente puesta en miles de cosas y en nada a la vez.

En el metro, los que van trajeados y con corbata, miran ansiosos sus relojes. Quizá lleguen tarde a la reunión de las 8. Los adolescentes, con música en los oídos y cara de sueño, muestran las pocas ganas que tienen de ir a clase. En su mente tararean la canción con más éxito en tik tok. Frente a ellos, un chico musculoso y una mujer con los ojos hinchados. Él, decidido a pasar dos horas levantando pesas frente al espejo. Ella, directa a despedirse de su madre en el hospital tras saber que está a punto de fallecer. Pero nadie lo sabe. A nadie le importa.

En la esquina de un cruce abarrotado de gente, junto a la salida del metro, una niña suelta la mano de su madre y se queda mirando a un hombre que toca el violín con desgana, con el estuche abierto y vacío a sus pies. Su madre se gira, la llama y tira de ella en un intento de no llegar tarde al colegio, mientras ella parece estar hechizada por aquella melodía triste.

Un repartidor en patineta a punto de arrollarla, maldice la lentitud de los demás por la mañana, y la maldice a ella. Por su culpa casi se le cae el desayuno que acaba de recoger en la cafetería de la esquina y que necesita llevar hacia la zona pija de la ciudad. El pedido lo realiza una influencer de moda que quiere grabar la comida tan healthy que desayunará esa mañana.

En un local atestado, un hombre escribe frenéticamente en su portátil mientras se le enfría el café. Las ideas se le agolpaban en la cabeza y si no las escribe no podrá publicar su libro. El libro que no se leerá nadie a menos que una niñata de 20 años lo nombre en su Instagram. A su alrededor no hay nadie. Ni el hombre que tira de la correa de su perro mientras lee el periódico, ni la mujer con rostro cansado que sirve los cafés, ni el joven que mira el móvil con mirada perdida.

De fondo, la sirena de una ambulancia que cruza la calle a toda prisa llevando dentro a un niño con crisis epilépticas que empezaron tras usar durante horas la videoconsola.

Nada en mi ciudad se siente diferente. Todo sigue su curso. Cientos de personas, miles de historias que nunca llegan a cruzarse, gente que viene y va, el ruido de los coches que tratan de llegar a su destino y, en el fondo de sus corazones, el eco. 



12 noviembre 2024

ELLOS - Microrrelato presentado al II concurso de microrrelatos de LPA Cultura






 Octubre 2024. Plaza de La Feria.

Micaela, una joven peruana recién llegada a Gran Canaria, improvisa un pequeño puesto de comida en un lateral de la plaza. Con manos ágiles y rápidas prepara ceviche mientras habla con los vecinos que a su alrededor se apelotonan. Frente a ella, Malik, un hombre senegalés, vende bolsos y collares artesanales hechos de colores. No se conocen, pero intercambian saludos en francés, y un poco de español, cómplices del momento por el que atraviesan y les mantiene unidos en la distancia.

Una tarde, una anciana llamada Yoko, se les acerca y les regala una caja de origami. Ella solo habla japonés, pero aquellos detalles en papel, tan bonitos y delicados, hablan por sí solos. A pesar de sus diferencias, Yoko les muestra afecto y les da la bienvenida, entendiendo que el momento que ahora ellos atraviesan, ella también lo vivió cincuenta años atrás.

Una noche, tras una dura jornada, Micaela le ofrece un plato de ají a Malik, y este, le responde regalándole una de sus pulseras color verde esperanza. Ambos sonríen, y entre miradas cómplices disfrutan de la noche con la grulla de papel que les había hecho Yoko en el bolsillo.

LA CITA - Microrrelato presentado al II Concurso de microrrelatos 200 pulsaciones






Estaba en la sala de espera, nervioso y con los brazos cruzados. El tic tac del reloj marcaba el paso del tiempo. Los pensamientos se agolpaban en mi mente y los latidos de mi corazón llenaban aquella sala tan en silencio. Llevaba meses con molestias y había estado postergando la cita por miedo. A mi alrededor todos miraban el móvil mientras yo esperaba por los resultados que decidirían el resto de mi vida.


Y, por fin, escuché mi nombre. La enfermera me mantenía la puerta y el médico miraba los informes tras aquellas gafas.


“Buenos días, señor Gómez. Le tengo muy buenas noticias” dijo, asomando una sonrisa bajo el bigote. “Parece que sus síntomas se deben al estrés acumulado. No hay nada grave. Sólo necesita descansar, comer mejor y hacer ejercicio.”


No pude evitar sonreír. Mi corazón echó el freno y el aire volvió a llenar mis pulmones. Ya no había miedo.


El médico no me recetó nada. Se limitó a invitarme a dar largos paseos por la playa, a comer mejor, a descansar y, sobre todo, a pensar en positivo.

Salí del consultorio aliviado, con ganas y dispuesto a disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. 

 

06 noviembre 2024

Año 2145 - Publicado en Infonorte digital el 06/11/2024

 



Era el año 2145, las ciudades que un día conocimos yacían bajo tierra ya olvidadas, y la humanidad era cada día menos…humana. Las ciudades eran ahora grandes metrópolis metálicas flotantes, tan grandes que sobrepasaban las nubes dejando a sus pies una atmósfera cada vez más contaminada. El azul del cielo hacía muchos años que había dejado de ser azul, convirtiéndose en una mezcla de rojos y naranjas que se mantenían estables día y noche.

Los libros, e incluso el papel, solo se veía entre los más desfavorecidos, aquellos que vivían más cerca del suelo, donde se escondían traficantes y malhechores. Ahora sólo existía el mundo digital. Las personas, tal y como antes las conocíamos, se habían convertido en robots, conservando de su época humanoide el pelo, la mitad de la cara, un brazo y una pierna. Todo era controlado de manera digital, los sentimientos y emociones, los alimentos, el agua, el clima…Dependían completamente de la tecnología para sobrellevar el día a día.

Lía, una joven ingeniera de la urbe nómada Agáldar, paseaba de un lado a otro por el enorme pasillo de cristal de su casa flotante. En su mano llevaba un dispositivo que proyectaba en el techo, de manera holográfica, como era su mundo hacía 120 años, justo antes del impacto del meteorito Zeus. Sus abuelos, le había dejado como legado unos diarios con tapas de cuero, de papel antiguo, y escritos a mano, donde narraban cómo era sus vidas en aquel entonces. Hablaban de campos verdes, océanos azules, aire fresco, pájaros, peces y personas que viajaban surcando los mares o volando en grandes aviones. Para ella, todo eso sonaba a fantasía, y le encantaba.

En Agáldar, todo estaba controlado por un grupo de científicos y tecnólogos, que se hacían llamar Los Gobernantes, y eran los que decidían cómo y cuándo debían moverse las ciudades flotantes, asegurándose que las pocas regiones de la Tierra que no fueron alcanzadas por el meteorito, y podían ser aún explotadas, fueran accesibles para tan solo unos pocos. Sin embargo, Lía no se fiaba de Los Gobernantes. Los rumores decían que no eran transparentes y que se guardaban información muy importante sobre lo que de verdad sucedía en la ciudad y en el planeta.

Una mañana, mientras limpiaba las turbinas gravitacionales que mantenían estable a Agáldar, recibió un mensaje en el comunicador que llevaba implantado en el lado derecho de su cabeza. La voz que hablaba, que siempre solía ser la del robot guía del edificio central de la urbe, le resultaba vagamente familiar:

Lía, el planeta está despertando. Ya no queda nada.

Lía, incrédula, miró a su alrededor. La voz era la de su abuelo, muerto hacía ya muchos años, y parecía que sólo ella la había escuchado. Esa noche, tras el toque de queda establecido hacía unos 15 días, decidió investigar y adentrarse en el edificio central en busca de respuestas. Dentro, encontró mapas holográficos como el que ella conservaba de sus abuelos, donde la Tierra aparentaba ser completamente diferente a como se la habían contado.

Había lugares que parecían renacer de sus cenizas, Bosques verdes y frondosos, ríos con grandes caudales, costas que empezaban a recuperarse, animales de diferentes especies y mucha vegetación. Al parecer, Los Gobernantes habían mantenido todo eso en secreto para controlar a toda la civilización.

De repente, las puertas se abrieron y alguien, escondido tras una capucha, entró en la sala. Era un hombre mayor, con armadura de robot de color dorado. Lía supo bien quién era: uno de los científicos del gran consejo retirado tras ser descubierto intentando huir de la urbe. Toda una leyenda entre los radicales.

Sabes demasiado muchacha —dijo—pero no lo suficiente como para enfrentarte a esto sola. El planeta está recuperándose a pasos agigantados, pero Los Gobernantes no van a permitir que nadie lo sepa. Quieren recuperarlo para ellos solos.

¿Y qué hacemos? —preguntó Lía.

Únete a los últimos supervivientes, entre ellos tus abuelos, que han vivido escondidos durante décadas. Pretendemos regresar a la Tierra de antes, a la que nunca debimos abandonar. El meteorito la dañó, pero dejó muchas partes ilesas y, las otras, se han recuperado. Necesitamos tu ayuda.

Lía lo miró confundida. Todo con lo que había soñado, e investigaba a escondidas, estaba en juego. Pero si la Tierra estaba viva y tenía la oportunidad de volver y ser libre, haría lo que estuviera en su mano para conseguirlo.

Cuenten conmigo —confirmó.

Ambos, decidieron visitar a los rebeldes. Uno por uno, cada una de las noches durante varias semanas, formando poco a poco una red clandestina enorme. La Tierra, los estaba llamando, invitándolos a volver, y esta vez, lo que quedaba de humanidad tenía que luchar por conseguir lo que era suyo.

El amanecer de una nueva era estaba a punto de comenzar.

04 noviembre 2024

La detective Suárez - Relato publicado en Telde Actualidad el 4/11/24

 





Crecí admirando a mi padre. Desde pequeña, siempre que tenía oportunidad, lo acompañaba a su oficina del centro y me sentaba junto a él en el escritorio. Mientras los demás niños de mi edad aprendían a montar en bicicleta o jugaban a la pelota en el parque, yo me entretenía observando cómo se movía, qué apuntaba, oyendo esa grabación que escuchaba una y otra vez en su vieja grabadora. Nunca me ocultó a qué se dedicaba; al contrario, a veces durante la cena compartía conmigo alguna pista que no lograba descifrar. Y así, con el paso de los años, aprendí a observar donde otros solo ven.

Hoy cumplo 25 años, y aunque mi padre ya no está conmigo para celebrar mis triunfos y ver la mujer en la que me he convertido sé, que haya donde esté, está orgulloso de mí. Después de tanto esfuerzo, inauguro mi propio despacho. No es casualidad haber escogido esta fecha, más bien, es tradición. Él también estrenó despacho el mismo día que yo pero 40 años atrás. Y en su honor, su escritorio, el mapa de la pared que tanto le gustaba, y su sombrero, forman parte de mi decoración.

Mi padre hacía dos años que me dejó y, aún así, sus enseñanzas siguen siendo la brújula que me va indicando el camino. Mi primer caso importante acababa de llegarme: una mujer había perdido a su hijo pequeño en extrañas circunstancias y la policía parecía no avanzar en la investigación. Y yo sabía que los primeros días eran cruciales.

Me senté en mi escritorio y revisé toda la documentación que había en la carpeta, bajo la atenta mirada de su foto: el niño desapareció en el parque, no había testigos y nada fuera de lugar destacaba en la escena. Sin embargo, algo llamó mi atención. Había una cámara de seguridad en la puerta del banco situado justo enfrente de la entrada del parque, y nadie parecía nombrarla en el informe. Así que, tal y como él me enseñó, me dirigí hacia aquel punto. Le supliqué al director del banco que me dejase ver la grabación y ahí estaba. El niño había salido del parque de la mano de alguien que le resultaba extrañamente familiar…

Ese rostro. ¿Por qué le sonaba tanto? ¿Quién era?

Mientras conducía, pensaba en mi padre. No sabía por qué, pero tenía la sensación de que él sabría quién era.

¡Dios mío! ¡Ya sé quién es! Malcom, el mejor amigo de mi padre. El que tantas veces había visto en su despacho ayudándolo con aquel caso de custodia. Algo no encaja.

No me lo puedo creer. ¿Qué hace él ahí y con ese niño? De repente sentí como mi presente y mi pasado se mezclaban en lo que parecía ser un caso más personal que casual. En el fondo de mi corazón sabía que la madre del niño me había escogido por alguna razón que desconocía. Fuera como fuese, de lo que estaba segura es de que descubriría la verdad detrás de ese extraño caso.

Estoy preparada, he sido formada por el mejor profesor del mundo y cuento con una brújula muy especial que me irá guiando a cada paso.

Secretos - Publicado en Magazine Norte Gran canaria el 31 de julio de 2025

Como cada noche, Lucía se encerró en su cuarto para leer el libro, ese donde las palabras parecían cobrar vida bajo la tenue luz de su lámpa...