El pequeño pueblo de Arucas destacaba por la mansión que dominaba su única colina. Su construcción databa de finales del siglo XIX, como símbolo del éxito y la prosperidad de la familia Sanz.
La casa, que empezó siendo un fiel reflejo del carácter afable y solidario de sus dueños, era ahora oscura y apagada, con enredaderas y grietas en cada una de sus esquinas. En 1925, el último de los Sanz había abandonado la mansión, siendo también el último de ellos en dejar el pueblo y, desde entonces, la fama de estar maldita la había acompañado.
Maura Sanz, bisnieta de los primeros habitantes de la mansión, había regresado a la casa aquel verano de 2002. Se marchó siendo tan sólo una niña, pero los recuerdos de su infancia jugando y leyendo los libros de la biblioteca familiar, la habían hecho volver. Tras la muerte repentina de su padre, Maura heredó la mansión y, aunque no tenía intención de quedarse mucho tiempo, algo la impulsaba a resolver las habladurías y misterios que rondaban por el pueblo con respecto a lo que allí sucedía.
Llegó un lunes por la tarde, tras pedir permiso en el trabajo y, sin bajarse del coche siquiera, pudo comprobar que todo seguía tal y como lo recordaba el día que se fue: enredaderas en las paredes exteriores, el balcón resquebrajado, los escalones cubiertos de moho… Y al entrar la cosa parecía no cambiar: los mismos pasillos largos y oscuros, los muebles llenos de telarañas y las ventanas tan sucias que, apenas dejaban pasar la luz del sol.
Había reservado habitación en el único hostal del pueblo, pero por alguna extraña razón decidió quedarse en la habitación que había pertenecido a su bisabuela. Estiró las sábanas que había traído encima de la vieja colcha, entreabrió las ventanas para dejar pasar el aire y refrescar la habitación y, bajo la tenue luz de las velas que aún descansaban en los candelabros de la pared, se quedó dormida casi de inmediato. Pero poco le duró el sueño.
Algo a media noche la había despertado. No había sido un ruido, sino más bien una sensación. Como si algo la estuviese mirando desde el fondo de la habitación. Abrió los ojos de par en par, intentando enfocar la vista, pero no vio nada. Todo seguía en su sitio. El tocador dorado, el banco rojo de terciopelo, el espejo lacado con ángeles tocando el arpa en cada una de sus esquinas... aquel espejo… Siempre había estado allí, dominando la estancia, pero ahora le devolvía una imagen que no reconocía del todo, como si su propio reflejo se estuviera desvaneciendo entre las sombras. Fue tan solo unos instantes, unos segundos de nada, pero los suficientes para inquietarla.
Los días siguientes los pasó limpiando, aireando habitaciones y pasillos, quitando el polvo y arrancando las malas hierbas y, pese al intento de distracción, la sensación de que algo no iba bien aumentaba. Hiciera lo que hiciese, la mansión parecía resistirse a cualquier intento de devolverle la vida. El aire seguía sintiéndose denso y opresivo, y la extraña sensación de frío, como de humedad, no se iba.
Estancia tras estancia, buscando la razón de aquel aire frío, llegó a la puerta del desván, lugar que recordaba vagamente debido a que nunca le permitieron subir. La puerta estaba cerrada, pero, mientras limpiaba el antiguo escritorio del despacho, recordó haber visto una llave de bronce que parecía encajar en la cerradura. Así que fue hasta allí y la cogió.
El desván estaba lleno de muebles viejos, cajas cerradas con cinta de color marrón, retratos de la familia y recuerdos polvorientos. Al fondo, un arcón grande con adornos, estaba cubierto con una tela de cortina. Maura lo abrió sin pensar, pues la curiosidad era una de sus muchas cualidades. Dentro, lo que parecían ser diarios escritos por su bisabuela, Helena Carrascosa, la primera habitante de aquel lugar junto a su bisabuelo Marco Antonio Sanz.
Tras un rápido vistazo descubrió que en aquellos diarios se relataba con detalle cómo había sido la construcción de la mansión, los años de prosperidad familiar, las grandes fiestas con los del pueblo… pero de repente algo cambiaba. En uno de esos diarios, llegando casi al final, la letra se volvía ilegible, las descripciones parecían confusas y las palabras “pesadilla” y “sombra” aparecían en cada una de las páginas. Al parecer algo se había apoderado de la mansión y Helena lo contaba en su diario.
Una de las frases le pareció de lo más perturbadora, y mencionaba al espejo frente al que había dormido durante su primera noche allí:
“El espejo de mi habitación no es lo que parece. No sólo refleja mi rostro, sino que, a veces, me muestra cosas que no quiero ver. Tengo miedo. Mi marido no me cree, pero sé que algo se oculta detrás de ese cristal. Algo que cada vez está más cerca.”
Maura cerró el diario. Estaba temblando. Su piel erizada le recordaba el miedo que le daba ver películas de miedo en la tele sentada cómodamente en su sofá y, sin embargo, allí estaba ahora. Temblando, pero queriendo conocer más de aquel espejo.
Por la mañana, después del café, se acercó al pueblo. Sabía que Paco, el encargado del ayuntamiento, procedía de una familia muy amiga de la suya durante aquellos años de esplendor así que, con suerte, podría contarle la historia de la mansión. Le bastaron dos horas junto a él para descubrir algo aún más desconcertante.
Según los ancianos del pueblo, su bisabuela Helena había sido una mujer obsesionada con la belleza. Decían que había mandado a construir un espejo enorme a un carpintero del extranjero. Un espejo donde, según ella, aquel que se mirase durante demasiado tiempo, perdía su alma.
Aterrada, Maura regresó a la mansión, llevando sobre sus hombros el peso de la extraña historia que acababa de escuchar. No estaba segura de querer volver y de querer quedarse, pero sus pies volvieron a llevarla a la casa.
El espejo seguía allí, ajeno a todo lo que ella sentía. Imponente, colgado en la pared a los pies de la cama. Dorado y brillante. Su superficie, antes lisa, ahora parecía vibrar, como si algo se moviese bajo el vidrio dejando una estela a su paso. Con el corazón acelerado, se acercó. Algo oscuro se divisaba tras su reflejo, y la miraba directamente a ella.
Asustada trató de retroceder, pero el espejo no dejó de mostrarle aquella presencia. Y entonces recordó los diarios de su bisabuela. ¿Había algo más que ella aún no había leído? Corrió al desván, abrió el arcón y revisó los diarios. Hoja por hoja. Y en uno de ellos, el más pequeño, Helena mencionaba un ritual aprendido en Europa durante uno de sus viajes de negocios. Un ritual que, según una gitana rumana que conoció en un rastro, le otorgaría el poder de mantener su juventud eternamente. Contaba cómo se había estado preparando para llevarlo a cabo y qué día lo iba a hacer. Pero también contaba que algo había salido mal. Algo del más allá había cruzado sin permiso y se había quedado allí, atrapado en el espejo.
“Nunca debí hacerlo. Nunca debí mandar a fabricar aquel espejo. Hice caso a la gitana y ahora él me observa. Me persigue en sueños y hace que pase los días muerta de miedo. Ya ni siquiera sé quién soy. ¿Soy yo la que se mira en el espejo? ¿Es mío ese reflejo?”
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Maura. Tenía miedo y no podía respirar. De repente, un sonido procedente de la habitación parecía llamarla. Un susurro casi imperceptible, decía su nombre.
Se levantó, cerró la puerta del desván y se acercó de nuevo al arcón. Tenía que seguir leyendo. En algún lugar estaba la respuesta que estaba buscando. Y entonces lo encontró. Encajado en un lateral había otro diario. Éste más fino. En él Helena relataba, con detalle, cada uno de los intentos de romper el cristal del espejo, pero el vidrio parecía ser irrompible. Así que, como solución, lo único que se le ocurrió fue cubrirlo con un pañuelo negro, jurando no volver a mirarse en él.
Maura no sabía qué hacer. Estaba segura de que, si había llegado hasta allí era porque su bisabuela, desde algún lugar desconocido, le estaba pidiendo ayuda. Así que, decidida, bajó al sótano y cogió un martillo. Subió a la habitación y comenzó a golpear el espejo. Una y otra vez. Cada golpe acompañado de un grito de desesperación.
Pero el espejo ni lo notó. Allí seguía entero. Desafiándola.
Maura, lejos de rendirse, siguió golpeándolo. Cada golpe acompañado ahora de un mar de lágrimas.
Y entonces lo escuchó. Aquel último impactó resonó en la habitación dejando salir un extraño sonido, casi escalofriante, como un gemido de dolor que procedía de ningún lugar en particular, pero de todos lados al mismo tiempo. Ahora la sombra del espejo se movía más rápidamente distorsionándose más y más cada vez. Una figura oscura, alta y delgada comenzó a asomarse en el cristal, extendiendo algo así como un brazo hacia ella.
Maura no podía dejar de gritar y buscó desesperadamente algo con lo que defenderse. Recordó lo que leyó sobre la solución final de su bisabuela y decidió imitarla. Agarró la colcha de la cama y la lanzó hacia el espejo intentando cubrirlo por completo. Pero antes de que pudiera hacerlo, una mano se materializó. Era delgada y pálida, casi traslúcida, con dedos largos y huesudos. Se estiró hacia ella intentando atraparla y Maura, sin tiempo para reaccionar, tropezó y cayó al suelo siendo alcanzada. Sintió cómo el frío se adueñaba de su cuerpo paralizándola. Y la oscuridad la cubrió por completo.
***
Al día siguiente, Feliciana, la dueña del hostal, llegó temprano. Maura la había contratado al día siguiente de su llegada para que la ayudara con la limpieza de la casa, pero se había retrasado debido a la enfermedad que padecía su marido, que la obligaba a no separarse de él los días posteriores a recibir su quimioterapia.
Le extrañó encontrar vacía la casa. El silencio reinaba en aquel enorme salón, como siempre. Y, sin embargo, notaba que no todo estaba igual. Llamó a Maura varias veces, al tiempo que recorría la planta de abajo en su busca. Pero no encontró respuesta. “Habrá salido a comprar”, pensó.
Salió al jardín, abrió el portón del patio, bajó al sótano, pero allí no estaba. Las habitaciones estaban tal y como las recordaba de la última vez. Lo único diferente era que el gran espejo de la habitación estaba cubierto por la colcha de la cama. Pero de Maura, ni rastro.
Como había sido contratada para limpiar decidió ponerse a ello. Barrió, aireó la casa, recogió los objetos que había tirados, devolvió el martillo al sótano y colocó la colcha. Y fue entonces cuando notó algo que, hasta entonces, había estado oculto. En el espejo se reflejaba ella, pero más joven y más guapa, como si se estuviera mirando la Feliciana de hacía unos años, y detrás, una figura oscura, apenas visible.
“Demasiado café”, se dijo a sí misma.
Pasaron los días, y nunca volvieron a ver a Maura por el pueblo. Había quienes decían que se había cansado de estar en aquel aburrido lugar, y quienes comentaban que quizá la historia de aquel espejo era cierta, y ahora el alma de la muchacha vagaba perdida en él. Los días fueron pasando y la casa volvió a verse oscura y abandonada en lo alto de la colina. Nadie quería acercarse, total para qué. Allí no se les había perdido nada y ninguno quería descubrir qué había de cierto en aquella historia.