Estaba en la sala de espera, nervioso y con los brazos cruzados. El tic tac del reloj marcaba el paso del tiempo. Los pensamientos se agolpaban en mi mente y los latidos de mi corazón llenaban aquella sala tan en silencio. Llevaba meses con molestias y había estado postergando la cita por miedo. A mi alrededor todos miraban el móvil mientras yo esperaba por los resultados que decidirían el resto de mi vida.
Y, por fin, escuché mi nombre. La enfermera me mantenía la puerta y el médico miraba los informes tras aquellas gafas.
“Buenos días, señor Gómez. Le tengo muy buenas noticias” dijo, asomando una sonrisa bajo el bigote. “Parece que sus síntomas se deben al estrés acumulado. No hay nada grave. Sólo necesita descansar, comer mejor y hacer ejercicio.”
No pude evitar sonreír. Mi corazón echó el freno y el aire volvió a llenar mis pulmones. Ya no había miedo.
El médico no me recetó nada. Se limitó a invitarme a dar largos paseos por la playa, a comer mejor, a descansar y, sobre todo, a pensar en positivo.
Salí del consultorio aliviado, con ganas y dispuesto a disfrutar de las pequeñas cosas de la vida.
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