El Hospital de San Roque era un edificio antiguo, destinado a albergar a pacientes que necesitaban tratamientos crónicos. Sus pasillos largos alumbrados por luces tenues y sus salas abandonadas eran ahora tan sólo un recuerdo de lo grandioso que llegó a ser.
La rutina allí se había convertido en algo casi sagrado para su pequeña plantilla de personal, y Olga, la supervisora de enfermería, era conocida en el pueblo por su capacidad de hablar con los muertos.
En la madrugada del 2 de septiembre, en la habitación 207, Jorge dormía plácidamente. A sus 62 años, sus problemas cardíacos unidos al fallecimiento repentino de su hija pequeña, lo habían convertido en un hombre abandonado a su suerte en ese lugar, siendo uno de los pocos pacientes que aún podía levantarse y caminar. Eran las tres de la mañana cuando, durante la penúltima ronda del turno, las auxiliares lo vieron dormido en su cama por última vez.
El hospital, como cada noche, se sumía en un profundo silencio y sus pasillos se iluminaban tan sólo con la luz de la luna que entraba por los grandes ventanales del final del pasillo. Al llegar la medianoche, el celador que estaba de guardia se encargaba de cerrar la puerta principal con llave y se aseguraba de que todo estuviera en orden. Esa noche le había tocado a José Luis, que tras pasar la llave y conectar la alarma, se había atado el llavero a la hebilla de sus pantalones. Era un hombre parco en palabras pero eficaz y de buen corazón. Tras asegurarse de que todo estaba como debía estar, le gustaba acomodarse en la silla de la recepción principal desde donde podía ver las cámaras de seguridad y responder al timbre de la entrada.
A las seis, cuando el turno de noche ya casi llegaba a su fin, todos hacían una última ronda para revisar a los pacientes antes de que llegasen los compañeros de la mañana. Fue Celia la que notó que la puerta de la 207 estaba entreabierta. Al acercarse, pudo ver cómo la cama de Jorge estaba vacía y su manta perfectamente estirada, como si no hubiese habido nadie acostado allí en toda la noche.
—¿Qué pasa Celia? —preguntó José Luis.
—Jorge nunca se levanta de noche… —respondió Celia.
Todos comenzaron a buscarlo. Revisaron las habitaciones, los almacenes, los baños, el control de enfermería, la sala de familiares y los vestuarios. Hicieron lo mismo en el resto de plantas. Nada. Ni rastro de Jorge.
Desesperados, pidieron a José Luis que revisara las cámaras de seguridad para ver si éste había salido de la habitación. Sin embargo, en ninguna grabación se veía a Jorge. Era como si hubiese desaparecido por arte de magia.
Eran las siete de la mañana y sonaba el despertador. Olga, nada más abrir los ojos, ya presentía que algo pasada. Esa noche no había descansado nada pues un sueño la había estado atormentando una y otra vez. Había soñado que un paciente venía a su casa y trataba de comunicarse con ella, pero sus palabras sonaban entrecortadas y confusas. Desconcertada, decidió salir de la cama y ponerse en marcha. Mientras se preparaba para ir a trabajar, notaba cómo la inquietud iba en aumento.
En el coche, de camino al hospital, su corazón le decía que su paciente había muerto, pero había algo más que la tenía preocupada. Tratando de despejar su mente, subió el volumen de la radio y aceleró. No tenía ni idea de lo que estaba a punto de vivir…
Nada más llegar, pudo comprobar cuán tenso estaba el ambiente. Trabajadores y pacientes, de pie bajo el umbral de la puerta principal, esperaban impacientes. Todas las luces estaban encendidas, y la calma que normalmente se respiraba a aquella hora había sido sustituida por un ajetreo inusual. Olga se dirigió a la recepción donde Celia y José Luis analizaban las cámaras.
—¿Qué está pasando? —preguntó Olga.
—Es Jorge, el de la 207… —respondió José Luis con cautela. —Ha desaparecido. Anoche, durante la ronda de las tres, dormía tranquilamente, pero esta mañana ya no estaba. No está en ninguna parte del hospital y tampoco aparece en ninguna de las cámaras. Hemos llamado a la policía.
Olga sintió un nudo en el estómago. La inquietud que la acompañaba desde que se despertó, era ahora una certeza aterradora.
—¿Cuánto tarda en venir la policía? —preguntó.
—Acaban de llegar —dijo José Luis, señalando a la pareja de oficiales que se acercaba a la puerta.
Los policías, Manu y Antonio, los más veteranos y, además, vecinos del pueblo, saludaron y se acercaron a Olga.
—Buenos días, ¿ya conoces la noticia? —dijo Manu tomando el control de la situación. —Antonio y yo veníamos hablando sobre cómo pudo salir del hospital sin que nadie lo haya visto.
—Eso es lo que tratamos de averiguar —respondió Olga. —La puerta se mantiene cerrada durante la noche, así que creemos que no ha salido del hospital y está en algún lugar en el que no hemos mirado.
—Hemos revisado varias veces y no hemos visto nada —añadió José Luis con insistencia.
—Volveremos a revisar las cámaras, informaremos a su familia y, después, emitiremos una orden de búsqueda —comentó Manu.
Mientras los policías interrogaban a todos sobre lo que habían hecho en las últimas 24 horas, Olga seguía pensando en el mensaje que Jorge había tratado de transmitirle durante su sueño. Algo le decía que ya no estaba este mundo, pero el aura de misterio que envolvía su desaparición la inquietaba profundamente.
La hermana de Jorge vivía justo en el pueblo de al lado, por lo que no tardó en llegar. Su mujer y su hija mayor se distanciaron de él desde la muerte de la pequeña de la familia, pero ella seguía visitándolo una vez al mes.
María entró al hospital aún medio dormida. Al ver a Olga, se acercó a ella rápidamente.
—¿Qué ha pasado Olga? ¿Dónde está Jorge? —preguntó con desconcierto.
Olga la miró con compasión, consciente de que las respuestas que ella podía darle no serían ni prudentes, ni fáciles de aceptar.
—Aún no sabemos nada. Al parecer Jorge desapareció durante la madrugada y nadie lo ha visto.
María se desplomó en uno de los sillones de la sala de espera llevándose las manos al rostro.
—Sé que deberíamos venir a verlo más a menudo, sé que se siente abandonado, pero es que… —murmuró entre sollozos.
Olga permaneció a su lado, en silencio, pensando en cómo ofrecerle consuelo. Sin embargo, la realidad de la situación era tan oscura como los pensamientos que la atormentaban desde esta mañana.
Mientras, los policías abrían y cerraban puertas, subían y bajaban escaleras… nada. No encontraron nada que les hiciera sospechar cómo o por qué había desaparecido.
Olga sabía que algo no encajaba. Normalmente era capaz de percibir mensajes de manera clara pero ahora solo reconocía ciertos fragmentos de palabras, pero nada era claro.
Las horas pasaban y la confusión, lejos de desaparecer, aumentaba. Todos estaban cada vez más nerviosos. José Luis, no dejaba de decir que se sentía culpable por lo sucedido. Se autoflagelaba pensando que quizá se le había pasado algo. Así que decidió revisar una vez más las cámaras. Y lo que vio lo dejó helado.
En las imágenes, no se veía a Jorge salir de su habitación, pero sí había algo extraño. A eso de las cuatro, la cámara que apuntaba al pasillo desde el lado norte, mostraba, durante unos segundos, una sombra que se movía lentamente por el corredor de manera casi imperceptible. No era Jorge, de eso estaba seguro, pero podría significar algo, así que decidió enseñarle la grabación a Olga y a Antonio que se encontraban junto a la máquina de café.
Observaron atentamente. La figura era etérea, como algo no perteneciente al mundo de los vivos. La imagen recordaba a las historias de espíritus que vagan por lugares abandonados de los programas de televisión. Olga estaba acostumbrada a escucharlos, pero nunca los había visto. Antonio miraba con el ceño fruncido. No estaba convencido del todo pues, para él, aquello podía ser cualquier cosa: una mancha en la lente, un fallo en la grabación, una mota de polvo... Pero Olga sentía en su piel que la respuesta estaba mucho más allá de lo que se podía ver con los ojos.
—Busquemos en los alrededores —sugirió. —Algo me dice que no está aquí adentro.
La policía, que ya había emitido la orden para salir a buscarlo, organizó a los allí presentes para cubrir el área que bordeaba al hospital: el barranco, la presa, la cancha del viejo colegio… Así que se pusieron en marcha.
Mientras tanto, Olga decidió quedarse consolando a la hermana de Jorge. Fue entonces cuando pudo sentirlo. En el pasillo de la segunda planta, sintió que no estaba sola. Una presencia caminaba justo detrás, como si la estuviera siguiendo. Se giró, pero no vio a nadie.
Decidió dirigirse hacia su habitación pues quizás allí sería capaz de percibir mejor el mensaje. Abrió la puerta lentamente y entró. Cerró los ojos y se concentró intentando captar alguna señal. Una brisa helada apareció de la nada, la envolvió y trajo con ella un susurro apenas audible.
—Ayúdame…
Su corazón comenzó a latir con fuerza. El tono de urgencia de los mensajes le hacía presagiar algo malo.
Mientras, en el barranco, buscaban sin cesar entre la maleza, sin éxito. El terreno era complicado y estaban empezando a perder la esperanza de encontrar alguna pista. Sin embargo, Manu, uno de los policías, decidió seguir adelante. Tenía la sensación de que había algo que se le escapaba.
En la habitación, Olga decidió coger algún objeto personal que le permitiera establecer una conexión más fuerte. Así que abrió su ropero y eligió el reloj de pulsera que guardaba en su chaqueta. Sosteniéndolo entre sus manos, cerró los ojos y dejó que la energía del entorno hiciera el resto. Los primeros segundos no sintió nada, pero después, volvió a escuchar aquel susurro.
—Ayúdame … —dijo Jorge.
—¿Qué necesitas? ¿Dónde estás? —gritó al aire.
—En la presa…
Olga se estremeció. ¿En la presa? ¿Quién lo había llevado hasta allí? Las dudas se amontonaban en su mente, pero decidió salir corriendo y dirigirse allí. Todos estaban ya de regreso de la búsqueda. Todos menos Manu.
—¿Y el otro policía? —preguntó Olga a José Luis.
—Siguió caminando —respondió él —nos dijo a los demás que volviésemos porque ya se hacía tarde.
Olga atravesó el barranco y fue hacia la presa.
—¡Manu!
—¡Por aquí! —respondió Manu.
Olga llegó jadeando. Él le dejó unos segundos para que se recuperara y le preguntó que qué pasaba para llegar a toda prisa y sola.
Esta le contó todo lo que había escuchado y él le confesó que había tenido un extraño presentimiento hacía un momento, motivo por el cual había decidido seguir buscando.
De repente, sonó la radio.
—Soy Antonio. Creo que he encontrado algo. Al oeste de aquí, justo antes de llegar al aparcamiento, hay otra presa mucho más antigua donde hay una cabaña abandonada.
Olga y Manu se miraron atónitos. La verdad estaba cerca.
El camino hacía allí era fácil, además, la luz del sol comenzaba a filtrarse a través de la copa de los árboles y les iluminaba el camino. Unos trescientos metros más allá, vieron la cabaña. Era pequeña, con el tejado lleno de musgo, las ventanas rotas y la puerta destrozada. Antonio les estaba esperando para entrar porque no se atrevía a hacerlo solo.
Los tres se acercaron con cautela. Manu apuntando con su pistola y Antonio con la radio preparada para pedir ayuda. Olga casi no podía respirar, pero se hizo la valiente y se recordó a sí misma que si había nacido con ese don era para ayudar a los demás.
Manu empujó la puerta y ésta se abrió con un chirrido. El interior estaba oscuro y el aire olía a humedad y abandono. Al dirigir la luz hacia el fondo de la cabaña, se quedaron helados.
En el suelo, rodeado por un círculo de velas apagadas, yacía el cuerpo de Jorge semidesnudo. Su piel pálida y fría. A su lado habían dibujado extraños círculos en el suelo que Olga describió como símbolos de invocación.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó Antonio horrorizado.
—Es un ritual —dijo Olga —Alguien lo trajo hasta aquí para usar su alma en algún tipo de invocación.
Antonio y Manu, confundidos y asustados, la miraban atónitos sin saber muy bien si creer en lo que estaban viendo o salir corriendo.
—No es que no te creamos Olga, pero ¿quién sería capaz de hacer algo así? —se atrevió a decir Manu.
—No lo sé —contestó —Pero tenemos que sacarlo de aquí para que su alma descanse en paz.
Los policías avisaron por radio a los compañeros de la científica que fotografiaron el cadáver y tomaron muestras de todos los objetos.
Al mismo tiempo Olga rezaba, pues seguía sintiendo la presencia de seres que, invocados quizá por el ritual, no pertenecían a este mundo.
Tardaron horas en retirar el cuerpo y los objetos, dejando precintada la cabaña. Y no fue hasta que todos se habían marchado, y ella volvía al hospital, que Olga dejó de escuchar la voz de Jorge. Aliviada sabía que había encontrado su camino, pero, las preguntas sobre quién había realizado el ritual y cómo lo habían sacado del hospital seguían aún sin respuesta.
Con el cuerpo ya recuperado, tanto policías, como Olga, pensaban que era poco probable que encontraran al culpable. Rituales así sólo podían realizarlos sectas o alguien experto en estos temas y no había nadie así en el pueblo. Además, las únicas huellas que habían encontrado en la cabaña pertenecían al fallecido.
Se vivieron momentos duros, de mucha tensión y, sin embargo, dos días después, el hospital ya había vuelto a su rutina habitual. Olga, por su parte, necesitaba descansar pues sentía que su don había sido puesto a prueba de una manera que nunca antes había experimentado.
Una semana después, recibió una visita. Era María, la hermana de Jorge.
—Nunca te agradecí todo lo que hiciste —dijo, —Sé que mi hermano ya no está, pero al menos me consuela saber que su alma está en paz.
Olga asintió con un leve gesto de la cara y un nudo en la garganta.
—Sólo hice lo que debía hacer María. Nadie se merece algo así.
María se quedó en silencio unos segundos, no sabía cómo decirle lo que había descubierto.
—Hay algo más que necesito decirte —se atrevió a decir —Entre las pertenencias de Jorge encontré un cuaderno pequeño escondido en el forro de su chaqueta. Tenía símbolos dibujados como los que encontraron aquella noche en…
Olga se estremeció.
—¿Dónde está ese cuaderno? —preguntó.
—Me dio tanto miedo que lo quemé. — respondió María —No quería que nadie más lo encontrase.
Olga sentía cómo un escalofrío le recorría la espalda.
—Antes de quemarlo recuerdo leer un nombre varias veces… era algo así como José Luis.
—¿José Luis? —preguntó Olga asombrada —¿Estás segura?
De repente, todas las piezas del rompecabezas empezaban a encajar. Jorge había sido víctima de alguien que lo conocía y, además, se movía bien por el lugar.
—Su collar… —susurró Olga.
Las imágenes empezaron a aparecer en su mente. José Luis, el celador, encendiendo velas en el comedor para crear un entorno más agradable, escuchando sonidos de tambores durante el aseo, su viaje del año pasado al norte de Nigeria y su estancia con aquella tribu, el collar que decía que le había regalado su maestro y que nadie podía tocar…
—Entiendo que tuvieras miedo María, pero quizá ese libro era la única prueba para averiguar quién asesinó a tu hermano.
María no podía parar de llorar. Ahora se sentía culpable de haber estropeado la investigación. Olga la tranquilizó y le pidió que pasara por la comisaría del pueblo para contar lo que había visto. Después, se quedó sola. Cerró su despacho y se sentó a reflexionar sobre todo lo que ahora parecía tener sentido. Sabía que el mundo estaba lleno de gente mala, pero también que, por mucho que quisiera proteger a los que la rodeaban, no siempre podía evitar que el mal encontrara su camino y que, éste, podía provenir de quienes menos lo esperabas.
Se acercó a la ventana y miró hacia el patio. Allí estaba él, José Luis, acompañando a los pacientes durante su clase de gimnasia, como si nada hubiera pasado. Una parte de ella le decía que confiara en él pues no tenía pruebas que lo inculparan, pero la otra, que no bajase la guardia. Tenía la sensación de que algo más ocurriría y que era solo cuestión de tiempo.
Los días pasaron y la vida en el hospital volvió a una relativa normalidad. Sin embargo, una noche, mientras revisaba algunos libros en su casa, sintió una presencia familiar sentada a su lado. El aire se volvió frío y una brisa le trajo un ligero a olor a hospital. Alzó la vista y, aunque no vio nada, supo que ahí había alguien…
—Gracias…por venir a despedirte Jorge—susurró.
No hubo respuesta, pero la cálida sensación que envolvió su corazón le era más que suficiente. Suspiró, se levantó del sillón y se fue a la cama, confiando en que algún día podrían olvidarse de todo esto.
Esa noche Olga volvió a soñar.
—Lo siento, nunca quise que esto acabara así…
—¿Fuiste tú? —gritó Olga —y ahora estás… ¿muerto?
En todas las cadenas salía la noticia. José Luis, celador de San Roque, había sido encontrado por su vecino colgado en su patio junto a una nota que decía: Lo siento, nunca quise hacerle daño. La policía acababa de llegar al domicilio y se encontraba tomando declaración.
Olga no se lo podía creer. Le faltaba el aire y las lágrimas se agolpaban queriendo salir. Pero no quería llorar. Así que se terminó de tomar el café, ahora ya frío, se vistió y salió hacia el trabajo preparada, sin saber muy bien cómo, para enfrentarse a la dura jornada que tenía por delante.
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