22 febrero 2025
El último viaje - relato presentado a concurso Reanult en octubre 2024
El Secreto de San Esteban de Gormaz - Relato presentado a concurso en septiembre de 2024
En algún lugar, en el norte de Castilla, donde el Duero baña las tierras fértiles y sus colinas se tiñen de verde, únicamente en primavera, se encuentra el pintoresco municipio soriano de San Esteban de Gormaz. Este pueblo, cuya historia se remonta casi a la prehistoria, alberga, no sólo restos de cultura romana o árabe, sino también un extraño y particular secreto cuyos aldeanos parecen haber olvidado con el paso del tiempo. Un secreto que, como las corrientes del Duero, fluye bajo la superficie esperando a ser desenterrado.
Era una tarde tranquila de otoño cuando Lola, una joven inquieta, curiosa y llena de energía, decidió explorar las colinas que rodeaban aquella nueva casa a la que se acababan de mudar. Hacía tan sólo unos días que habían llegado a aquel lugar y su vecina, una anciana de 89 años, no había parado de contarle leyendas sobre las ruinas del antiguo castillo de San Esteban, una imponente fortaleza que vigilaba el paso del Duero desde lo alto. Aunque la gran mayoría de los habitantes lo consideraba sólo un montón de piedras desmoronadas, quizá por estar más que acostumbrados a verlo cada día, Lola sentía que había algo más en ese lugar.
Un día, una mañana de sábado, decidió que saldría a dar un paseo hacia el castillo cuando se acercara el atardecer, pues la forma en la que el cielo se teñía de colores cálidos en aquella parte de Soria, le parecía preciosa. Las murallas derruidas y las torres, casi destrozadas, se alzaban como gigantes dormidos, recordando tiempos en los que San Esteban de Gormaz era un punto estratégico en la frontera de los reinos cristianos y musulmanes. Para Lola, aquel emblemático lugar escondía también algo mágico que se podía respirar en el aire. Algo que la animaba a investigar más de cerca.
Mientras recorría sus murallas y admiraba la olvidada epigrafía romana, funeraria y religiosa de sus paredes, notó que algo brillaba bajo sus pies. Al agacharse, se topó con una pequeña piedra, redonda y lisa, semejante a un cuarzo de cristal, que emitía pequeños destellos de luz dorada. Intrigada, la limpió, la guardó en su bolsillo y continuó su camino. Lo que aún no sabía era que esa pequeña piedra era la llave un mundo ya olvidado por los sanestebeños.
Esa noche, al regresar a casa, Lola se sintió extrañamente conectada con la piedra. No podía dejar de mirarla y, asomada a la ventana, se dio cuenta de que, al sostenerla bajo la luz de luna, esta comenzó a emitir un destello mucho más fuerte. De repente, un suave zumbido llenó el aire de su habitación. La piedra comenzó a temblar, como queriendo abrirse, y sin saber muy bien cómo, un brilló salió desde el antiguo escritorio de su habitación. Se trataba de una mesa de madera del siglo XIII que, según la anterior dueña de la casa, había estado allí desde la aparición de los primeros judíos en la zona. Sobre ella se proyectaba ahora un mapa de San Esteban de Gormaz, y procedía de la piedra.
Algunos de los lugares más emblemáticos del municipio se encontraban remarcados con un brillante más intenso, el puente de los 16 ojos, el Arco de la Villa, la Plaza Mayor, la Iglesia de San Miguel, la Iglesia de Santa María del Rivero, y el propio castillo. Pero por encima de todo, lo que más destacaba, era un punto parpadeante que señalaba la Fuente del caño, una antigua fuente de piedra que abastecía de agua los habitantes tiempos atrás. Lola no tuvo ninguna duda. En seguida comprendió que lo que debía hacer era seguir las señales de la piedra. Algo extraordinario estaba teniendo lugar allí, en su habitación, y no podía ignorarlo.
Al día siguiente, antes incluso del amanecer, Lola ya estaba camino a la fuente, situada en la plaza principal. Normalmente ese lugar era frecuentado por los aldeanos desde bien temprano, pero esa mañana estaba desierto. Nada que ver con hacía unas semanas durante las fiestas patronales. La piedra en su bolsillo vibraba cada vez más a medida que se acercaba.
Cuando llegó, notó algo inusual: en el agua se reflejaba una luz que parecía proceder del interior de la fuente. Sin pensarlo, Lola sumergió la piedra en el agua. Nada. No ocurría nada. Segundos después, el agua comenzó a agitarse y, en el suelo, junto a uno de los laterales de la fuente, surgió una puerta de piedra. Parecía una entrada secreta que conducía a los antiguos túneles subterráneos, túneles de los que sólo había oído hablar en los documentos que consultó en internet sobre San Sebastián antes de mudarse.
Decidida, entró en los túneles, acompañada de la única luz que parecía emerger de la piedrecita mágica. Allí abajo el aire era húmedo, y el sonido del agua resonaba a lo lejos. Mientras avanzaba, comenzó a observar que en la pared empezaban a aparecer inscripciones como los que había visto en las murallas del castillo la tarde anterior, inscripciones que, pese a ser ésta la segunda vez que las veía, le resultaban ahora muy familiares y empezaban a cobrar sentido en su cabeza.
Tras unos minutos interminables, llegó a lo que parecía una gran cámara. En el centro, un lago de aguas cristalinas brillaba con una luz azul celeste mágica, y en la orilla, pequeñas criaturas coloridas y aladas revoloteaban como luciérnagas gigantes. Y, sin saber cómo, lo supo: eran las hadas del Duero, guardianas del río y de las tierras de San Esteban de Gormaz.
De entre todas, una de las hadas parecía ser la líder. Era preciosa y resplandeciente, de pelo largo y naranja y ojos profundos y azules, como el cielo del verano.
Al acercarse pudo escuchar cómo, lo que parecían pequeños chillidos sin sentido, se transformaban en palabras perfectamente entendibles. “Has sido elegida, Lola”, dijo el hada con voz suave. “Hace siglos, humanos y hadas vivíamos en armonía en estas tierras. San Esteban era un lugar donde la magia y la realidad coexistían, pero con el tiempo, los enfrentamientos y las guerras, los humanos olvidaron que existíamos. Solo unos pocos lugares, como la Iglesia de San Miguel, la de Santa María del Rivero y los arcos del puente, conservan entre su estructura, vestigios escondidos de lo que un día fue nuestro vínculo con los humanos. Ahora, una antigua amenaza está a punto de volver, y necesitamos tu ayuda.”
Lola no podía moverse. Sus ojos ni parpadeaban. Estaba asustada, pero a la vez, emocionada de ser ella la elegida. Empujada por su curiosidad, le preguntó cuál era aquella amenaza y qué podía hacer ella para ayudarlas.
El hada suspiró y agachó la cabeza, en sus ojos el brillo se apagó ligeramente. “Un antiguo ser, conocido como El Olvidado, ha despertado. Hace muchos, pero muchos años, fue desterrado a las profundidades del Cañón del río Lobos, a unos cuantos kilómetros de aquí, pero con el paso del tiempo y el desgaste de la zona debido al cambio climático, si la prisión que lo mantenía atrapado se ha debilitado. Si logra escapar, todo San Sebastián será consumido por la oscuridad. Sólo alguien noble, de corazón puro como tú, puede evitarlo.”
Las hadas le explicaron a Lola cómo podía llegar al Cañón atravesando los túneles, un lugar, como muchos en Castilla y León, lleno de leyendas y misterios. Le contaron que allí, entre las rocas y las cuevas, encontraría la entrada al lugar en el que habían desterrado a El Olvidado. Su corazón le indicaría el lugar exacto y la piedra le ayudaría a entrar. Antes de marcharse, las hadas le entregaron un colgante de cristal, semejante a la piedra que la había llevado hasta allí, que le permitiría enfrentarse a aquel ser con valentía. “Este amuleto está hecho con una mezcla de polvo de hadas y agua de la fuente. Úsalo con sabiduría y confía en él”, le dijo la líder.
Lola no dudó ni un instante. Con la piedra en una mano y el amuleto en la otra, emprendió su viaje hacia el Cañón siguiendo las indicaciones de las hadas. No estaba muy segura de cuánto tiempo llevaba en aquellos túneles, y si su padre le estaría buscando, pero ni siquiera eso la detuvo. Al llegar, el lugar parecía tranquilo, casi inhóspito, pero el aire lo notaba pesado y cargado de una sensación rara, casi oscura. En el fondo, encontró lo que parecía ser una cueva desde la que salían unos susurros indescifrables en forma de cantos.
Entró, y unos dos metros más allá, se encontró con una pared en la que había incrustada una figura gigante e imponente, hecha de sombras y humo. Era El Olvidado, un ser de aspecto turbio, con ojos vacíos y oscuros, piernas y manos largas. Tenía los brazos, o al menos lo que asomaba de ellos, extendidos hacia ella.
El miedo se apoderó de ella. La tenía casi paralizada, pero fue entonces que recordó lo que le habían dicho las hadas y se armó de valor. Sostuvo fuertemente el amuleto, lo juntó con la piedra, levantó ambos hacia el aire y vio como de ellos salía una luz radiante y cegadora que iluminó toda la cueva. El Olvidado rugió, como si esa luz lo estuviera quemando, y poco a poco se fue desvaneciendo, metiéndose cada vez más en el interior de la pared, hasta no dejar más que un eco en una cueva completamente vacía y una minúscula mancha en la piedra.
Con el enemigo atrapado y su corazón de vuelta a la normalidad, Lola regresó de vuelta a San Esteban de Gormaz. Deshizo el camino por el que había llegado hasta allí hasta vislumbrar la puerta junto a la fuente por la que había entrado. Y al llegar vio que, en la plaza, seguía sin haber nadie. El reloj del ayuntamiento marcaba las 7 de la mañana. Tan sólo hacía unos minutos que había salido de su casa y se había dirigido hacia la plaza. “Qué raro. Juraría que he estado fuera muchas horas”, pensó.
El aire parecía diferente. El sol amenazaba con empezar a asomar y sentía que había calidez en el ambiente. De camino a casa observó cómo el agua del río Duero fluía con más fuerza, y la colina sobre la que descansaba el castillo parecía vibrar ahora con una nueva energía. El vínculo entre hadas y humanos había sido restaurado, y sólo ella sabía la verdad.
Lola no volvió a ver nunca más a las hadas, ni a su piedra volver a brillar. Su mesa no mostró más aquel mapa ni sintió la llamada silenciosa del castillo. Pero se sentía más unida a esas maravillosas tierras que nunca. Sabía que, en algún lugar, bajo a el asfalto de piedra, las hadas estarían cuidando de todos, protegiéndolos de las sombras. Y ella, feliz de haber contribuido a evitar una desgracia, seguiría disfrutando de dar largos paseos por sus calles, tranquila y esperanzada de que la magia volviese a formar parte de los habitantes del pueblo, tal y como formaban parte de ellos todos los lugares históricos que el ayuntamiento señalaba en los mapas.
Siena - relato publicado en Infonorte digital el 19 de febrero
Siena parece estar detenida en el tiempo. Situada en el corazón de la Toscana, sus calles empedradas serpentean entre murallas y casas de piedra que se asoman desde las colinas doradas bajo los rayos del sol. Cada mañana, el repicar de las campanas de la iglesia despierta a los vecinos que, con la paciencia que caracteriza a los italianos, abren sus tiendas y cafeterías.
Entre ellas, Bianca, una joven canaria apasionada de la historia del arte que se mudó a Italia para estudiar y quedó maravillada ante la belleza de Siena. Trabajaba como profesora en la universidad y, cada mañana, le gustaba recorrer con entusiasmo la Piazza del Campo, donde en cuya plaza con forma de concha, se celebraron tantas y tantas cosas hacía ya muchos años.
Solía sentarse en la escalinata del Palazzo Pubblico, dejando pasar las horas mientras escuchaba música italiana y observaba a los turistas tomando fotos a la Torre del Mangia.
Una mañana de invierno, en la que la ciudad se vio envuelta en una densa niebla, Bianca buscó refugio en una antigua librería donde se sentó a hojear algunos libros mientras disfrutaba de un buen café. Allí se encontró con un antiguo diario que hablaba de leyendas y aventuras de caballeros y, a medida que leía, imaginaba en su mente cómo era vivir en aquella época: siempre montada a caballo, oliendo a pan recién horneado en las calles donde los mercaderes ofrecían telas y especias, vestida con trajes típicos de época donde el corsé te impedía respirar…
Cuando al fin la niebla abandonó las calles, Bianca volvió a casa con el corazón lleno de historias y con la certeza de que, si el destino la había llevado a Siena, era porque esa ciudad guardaba aún muchos secretos por descubrir.
13 febrero 2025
Unidos por destino - relato publicado en Infonorte digital el 12 de febrero de 2025
En un pueblo de Lanzarote, dos chicos de procedencia hindú hacían su vida como cualquier adolescente. Ambos habían llegado a la isla de la mano de sus padres cuando apenas tenían 2 y 3 años, por lo que habían crecido y se habían criado sintiéndose un conejero más.
Él, estudiando medicina en Tenerife; ella, formándose como ingeniera en la Universidad de Las Palmas. Sus respectivas familias pertenecían a la misma comunidad de hindúes afincados en Lanzarote y, sin embargo, no se conocían.
Lo que Anaya y Aray no sabían es que, pese a la distancia que los separaba y las vidas tan distintas que pretendían llevar, sus caminos ya se habían entrecruzado incluso antes de haber nacido. Sus padres, movidos por tradiciones y alianzas familiares, los acordaron en matrimonio cuando ambos apenas eran recién nacidos.
Anaya llevaba años escuchando a sus padres hablar sobre su futuro esposo, el que ellos habían elegido para ella, pero pensaba que, a medida que ella fuese haciéndose mayor, se enamoraría de alguien con sus mismas ambiciones y ellos lo respetarían.
Aray, en cambio, hacía años que había aceptado su acuerdo matrimonial sabiendo que luchar contra su cultura y las creencias familiares tan arraigadas era caer en agua de borrajas. Además, era un chico meticuloso, muy correcto y no le gustaba entrar en conflictos, y mucho menos llevarle la contraria a sus padres.
La boda se concertó para cuando ambos acabasen sus estudios universitarios, así que el encuentro en el que por fin se conocerían llegó nada más obtener la titulación. Anaya, ataviada con un sari rojo, brillante como al fuego, se miraba en el espejo con la mente en blanco y el corazón vacío. ¿Cómo era posible comprometer su vida con alguien a quien no conocía? ¿Por qué sus padres sentenciaban así su vida?
En el altar, entre una mezcla de curiosidad y nerviosismo, Aray lucía su sherwani blanco impecable. Nunca había visto a la que sería su esposa en cuestión de minutos, pero se moría por verla. Y justo en ese preciso momento la vió entrar, y una chispa de emociones indescriptibles se adueñaron de él, evitándole apartar la mirada de sus preciosos ojos marrones.
Los primeros días de su matrimonio fueron torpes. Vivían bajo el mismo techo, pero se sentían como extraños que querían huir de la cárcel en la que los habían metido. Arav, aunque atento, parecía siempre inmerso en sus libros. Anaya, por su parte, encontraba refugio en el jardín de su nueva casa, cuidando las flores y soñando con una vida diferente.
Una tarde, mientras Aarav la observaba desde la ventana, decidió ayudarla en el jardín colocándose junto a ella entre los arbustos. Anaya, sorprendida, le ofreció una taza de té. Y surgió la magia: comenzaron a contarse su infancia, sus miedos y sus sueños, cosas que nunca habían compartido con nadie, forjando así los cimientos del comienzo de algo inesperado.
Con el tiempo, la relación dejó de ser una obligación y se convirtió en una elección. Se dieron cuenta de que, aunque no habían elegido estar juntos, podían elegir cómo construir su futuro. Ella le enseñó su amor por las flores y él le enseñó a leer las estrellas.
“No sé si esta fue la vida que deseamos al principio, pero sé que quiero que sea la vida que construyamos juntos,” confesó Aray.
Y así, lo que comenzó como un matrimonio concertado se transformó en una historia de amor. No porque así lo dictaran sus tradiciones, sino porque ambos eligieron aprender, crecer y amarse, como compañeros de vida que había unido el destino, con la libertad de poder elegir cómo vivirlo.
06 febrero 2025
Perdida - relato publicado en Infonorte digital el 5 de febrero de 2025
Una tarde fría de enero, de esas de café y manta, Lucía decidió salir a pasear al bosque cercano a su casa. Solía hacerlo cuando notaba que los nervios empezaban a apoderarse de ella. Ese día, se levantó pensando en lo confusa que le parecía su vida: en su trabajo se encontraba fuera de lugar, sus relaciones amorosas eran frías y superficiales, se sentía sola e incomprendida y, a veces, le costaba levantarse de la cama.
Mientras caminaba por el sendero del bosque, con las manos metidas en los bolsillos huyendo del frío, y los auriculares con música ligera, empezó a fijarse detenidamente en el paisaje de su alrededor: el bosque era denso, los árboles eran altos y juntaban tanto sus ramas que dejaban pasar apenas un rayito de luz, todo era verde y olía a humedad.
En su mente, se entrecruzaban pensamientos fugaces y contradictorios sobre lo bonita que era la mía y lo desdichada que se sentía en ella: fracasos, miedos, malas decisiones, sueños incumplidos…y, sin embargo, muchos momentos de risas, muchos abrazos, alguna que otra alegría y personas que alguna vez la amaron.
Sin darse cuenta, había caminado tanto que ya no sabía dónde se encontraba. Paradojas de la vida, estaba perdida.
De golpe, la ansiedad se apoderó de ella, su respiración se volvió rápida y entrecortada y un sudor frío le recorrió la espalda. No lograba encontrar ningún punto de referencia que le indicara el camino de vuelta a casa, pues todo parecía igual: mismos troncos oscuros, mismas piedras gigantes y un silencio inquietante.
Por un momento pensó en quedarse quieta y esperar a que alguien la encontrara, pero sabía que si lo hacía moriría de frío esperando; intentó llamar a alguien para pedirle ayuda, pero no tenía cobertura ni a quién llamar; quiso gritar, pero, estaba tan asustada que apenas tenía voz. Así que hizo lo único que se le ocurrió hacer: rezar.
De repente, se le vino a la cabeza una frase que había leído en una revista de psicología: “Cuando te sientas perdida y sin rumbo, detente. Escucha con atención y mira a tu alrededor. La vida te envía señales constantemente.”
Así que eso hizo. Se quedó quieta, cerró los ojos y respiró profundamente. Sintió cómo el silencio la invadía y empezó a escuchar sonidos que antes no había tenido en cuenta: el susurro del viento entre las ramas, el canto de los pajaritos, el murmullo del agua del río…
“¡El río!” Enseguida se dio cuenta de que, si escuchaba atentamente podría seguir el sonido del agua hasta llegar al río, desde donde podría ver dónde se encontraba. Tenía razón la psicóloga de la revista: nunca estamos solos, a nuestro alrededor siempre hay vida.
Aceleró el paso para que no la alcanzara la noche estando allí, tan adentro en el bosque, y cuanto más se acercaba al río más calmada se iba sintiendo. A su alrededor las mariposas revoloteaban tranquilas entre las flores, las ardillas disfrutaban su comida, subidas a los troncos y ya el día no le parecía ni tan gris ni tan frío.
Al llegar al río, se detuvo a mirar su reflejo en el agua durante unos segundos, entendiendo, por primera vez en mucho tiempo, que no estaba sola y perdida. Simplemente, había dejado de escucharse a sí misma.
Cuando por fin estuvo en casa, ya no era la misma. Perderse en el bosque le había enseñado que, aunque a veces sentimos que hemos perdido el norte y no encontramos la salida, lo único importante es la forma en la que nos volvemos a encontrar, la que nos aporta lecciones y aprendizajes que nos hacen ser mejores.
Porque, al igual que la vida, el bosque no te facilita las respuestas, pero da herramientas para que aprendas a escucharte y, haciéndolo, siempre encuentras el camino.
Secretos - Publicado en Magazine Norte Gran canaria el 31 de julio de 2025
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