En un pueblo de Lanzarote, dos chicos de procedencia hindú hacían su vida como cualquier adolescente. Ambos habían llegado a la isla de la mano de sus padres cuando apenas tenían 2 y 3 años, por lo que habían crecido y se habían criado sintiéndose un conejero más.
Él, estudiando medicina en Tenerife; ella, formándose como ingeniera en la Universidad de Las Palmas. Sus respectivas familias pertenecían a la misma comunidad de hindúes afincados en Lanzarote y, sin embargo, no se conocían.
Lo que Anaya y Aray no sabían es que, pese a la distancia que los separaba y las vidas tan distintas que pretendían llevar, sus caminos ya se habían entrecruzado incluso antes de haber nacido. Sus padres, movidos por tradiciones y alianzas familiares, los acordaron en matrimonio cuando ambos apenas eran recién nacidos.
Anaya llevaba años escuchando a sus padres hablar sobre su futuro esposo, el que ellos habían elegido para ella, pero pensaba que, a medida que ella fuese haciéndose mayor, se enamoraría de alguien con sus mismas ambiciones y ellos lo respetarían.
Aray, en cambio, hacía años que había aceptado su acuerdo matrimonial sabiendo que luchar contra su cultura y las creencias familiares tan arraigadas era caer en agua de borrajas. Además, era un chico meticuloso, muy correcto y no le gustaba entrar en conflictos, y mucho menos llevarle la contraria a sus padres.
La boda se concertó para cuando ambos acabasen sus estudios universitarios, así que el encuentro en el que por fin se conocerían llegó nada más obtener la titulación. Anaya, ataviada con un sari rojo, brillante como al fuego, se miraba en el espejo con la mente en blanco y el corazón vacío. ¿Cómo era posible comprometer su vida con alguien a quien no conocía? ¿Por qué sus padres sentenciaban así su vida?
En el altar, entre una mezcla de curiosidad y nerviosismo, Aray lucía su sherwani blanco impecable. Nunca había visto a la que sería su esposa en cuestión de minutos, pero se moría por verla. Y justo en ese preciso momento la vió entrar, y una chispa de emociones indescriptibles se adueñaron de él, evitándole apartar la mirada de sus preciosos ojos marrones.
Los primeros días de su matrimonio fueron torpes. Vivían bajo el mismo techo, pero se sentían como extraños que querían huir de la cárcel en la que los habían metido. Arav, aunque atento, parecía siempre inmerso en sus libros. Anaya, por su parte, encontraba refugio en el jardín de su nueva casa, cuidando las flores y soñando con una vida diferente.
Una tarde, mientras Aarav la observaba desde la ventana, decidió ayudarla en el jardín colocándose junto a ella entre los arbustos. Anaya, sorprendida, le ofreció una taza de té. Y surgió la magia: comenzaron a contarse su infancia, sus miedos y sus sueños, cosas que nunca habían compartido con nadie, forjando así los cimientos del comienzo de algo inesperado.
Con el tiempo, la relación dejó de ser una obligación y se convirtió en una elección. Se dieron cuenta de que, aunque no habían elegido estar juntos, podían elegir cómo construir su futuro. Ella le enseñó su amor por las flores y él le enseñó a leer las estrellas.
“No sé si esta fue la vida que deseamos al principio, pero sé que quiero que sea la vida que construyamos juntos,” confesó Aray.
Y así, lo que comenzó como un matrimonio concertado se transformó en una historia de amor. No porque así lo dictaran sus tradiciones, sino porque ambos eligieron aprender, crecer y amarse, como compañeros de vida que había unido el destino, con la libertad de poder elegir cómo vivirlo.
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