26 diciembre 2024

EL VIAJE DE PELUSA - Relato publicado en Infonorte digital el 25 de diciembre de 2024



Una noche de luna llena, a tan sólo 3 días de la llegada de la navidad, Sofía veía su película favorita acurrucada en su cama abrazando a Pelusa, su conejo de peluche favorito. Había pasado toda la tarde en la fiesta de cumpleaños de su prima y estaba muy cansada, por lo que el mundo de los sueños no tardó mucho en hacer su aparición.


Pelusa no era un conejito de peluche normal, su piel era de felpa y en su interior había un montón de algodón, como en el resto de compañeros de juegos de la habitación, sin embargo, sus ojos eran mágicos. Los dos grandes botones negros que tenía cosidos justo encima del hocico a veces se iluminaban. Y cuando eso ocurría… cobraba vida.


Esa noche Pelusa decidió ser astronauta. Tenía puesto un mono blanco y un casco brillante en el que se podían ver reflejadas las estrellas, aun estando bajo la manta con su dueña. En unos minutos subiría a una nave espacial, llamada “Noche lunar”, dibujada por Sofía especialmente para ella. Tenía forma de zanahoria gigante y estaba decorada de puntitos verdes y estrellitas de colores.


“¿A dónde vas, Pelusa?” preguntó Sofía. Tenía los ojos cerrados y dormía profundamente y aun así hablaba en sueños, señal de que estaba preocupada.


“Voy a explorar el planeta Zanahorio” respondió Pelusa de manera decidida. “Me han contado que allí las hortalizas son tan grandes como la luna y más dulces que la mejor miel del mundo.”


Sin pensarlo dos veces, se subió a la nave, encendió los motores y despegó, dejando a su paso una estela de polvos mágicos (porque en los sueños todo es mágico) que brillaban como los fuegos artificiales de las fiestas del pueblo.


Pelusa, asomada a la pequeña ventana, pudo ver como se alejaba de su amiga Sofía, de su casa, cómo Guía y Gáldar se veían cada vez más pequeñas, cómo La Montaña se convirtió en un punto insignificante a medida que se alejaba. Dejó estrellas y asteroides atrás, y atravesó puertas y túneles secretos que la llevaban a lugares que nunca antes había visitado.


Minutos después, por fin llegó al planeta Zanahorio. Era un lugar maravilloso, con campos verdes fluorescentes llenos de zanahorias, tomates y calabazas gigantes que flotaban alrededor de una gran estrella dorada. Pelusa aparcó la nave y de un solo salto, suave y delicado, posó sus patitas sobre una de las calabazas. “Pero, ¡qué deliciosa!” exclamó, dando un mordisco.


En ese momento Sofía sonreía. Se estaba viendo a sí misma rodeada de un montón de conejitos de peluche que, como Pelusa, viajaban con destino al mismo planeta. Imaginó cómo uno de ellos le ofrecía jugo mágico de hortalizas, tan sabroso que le recordó al batido de naranja, miel y galletas que le preparaba su abuela para merendar. Pero éste, contenía estrellas fugaces en el fondo de la taza.


Tras muchos saltos y mordiscos, Pelusa sintió que ya era hora de volver a casa. Programó el reloj galáctico de la nave y lo preparó para el despegue con destino a la cama de su amiga. Le preocupaba que se despertara y no la encontrase con ella, a su lado, bajo la manta.


3, 2, 1… y adiós al planeta Zanahorio. Solo tardaron unos minutos en volver a divisar las luces de su pueblo y, justo en el momento en el que aterrizaba, vio como Sofía se removía y trataba de abrir los ojos. Se estaba despertando.


El sol ya brillaba y se filtraba las cortinas de la habitación. Sofía levantó la manta y encontró a Pelusa justo donde la había dejado, acurrucadita a su lado. Pero cuando la cogió se dio cuenta de algo que no había visto antes, los ojos de su conejita parecían brillar y en su pelaje tenia restos de algo naranja y verde, como si estuviese manchada. 


Sofía soltó una carcajada. “Ja, ja, ja, lo sabía. Estaba segura de que no era un sueño”, le dijo a Pelusa. Y acercándose a su oído le susurró: “mejor no se lo contemos a mamá, ella ya es mayor y los adultos no creen en la magia”


18 diciembre 2024

Su lugar - Relato publicado en Infornorte Digital el 18 Diciembre 2024

 




En el claro de un bosque, sobre una tabla de madera agrietada por el paso del tiempo, reposaba una manzana. Su color rojo intenso la hacían destacar sobre el verde de la pradera cargada de árboles. Todo apuntaba a que había sido colocada allí a posta, pues estaba, sin lugar a dudas, totalmente fuera de lugar. Sin embargo, no hay huellas ni señales de quién había sido el responsable.

Los lugareños que por allí pasaban, de camino al pueblo, decían que aquella manzana aparecía allí cada día a la misma hora, en el mismo lugar, sobre la misma tabla. Y así había sido durante años, motivo por el que ya formaba parte de aquel entorno.

Julio, un joven trotamundos que había llegado allí una mañana, con una mochila cargada de cosas como única acompañante en su camino, se acercó a verla. La curiosidad por lo que él consideraba una patraña creada por los propios habitantes del pueblo para atraer a los turistas, le despertaba las ganas de querer desenmascararlos.

Caminó por el sendero y llegó a la pradera. Allí estaba, roja y brillante bajo la luz del sol, como recién caída del árbol más maravilloso del mundo. Sólo que, dicho árbol no existía.

Buag, es sólo una manzana”.

Al agacharse a recogerla, se dio cuenta de que la tabla de madera que se encontraba debajo parecía estar ligeramente caliente. Por lo que también decidió cogerla. Al instante, tal y como le advirtieron en el pueblo de que sucedería si se acercaba, el aire se detuvo.

Ya no había sonido del viento, no se escuchaban los cantos de los pájaros y las copas de los árboles dejaron de mecerse. El prado en el que se encontraba, quedó sumergido en un silencio antinatural y envolvente. Julio parpadeó y se dio cuenta de que los árboles ahora habían crecido, el cielo se había vuelto gris y el color verde del lugar había dado paso al marrón apagado típico de las hojas caídas en otoño.

Pero, ¿qué coño es esto?”, se dijo a sí mismo tratando de no tener miedo.

Ante él, la figura de un anciano se hizo visible. Estaba muy delgado, tenía el rostro severo y los ojos cansados. Sus dedos, largos y huesudos, señalaban la manzana diciéndole: “esa fruta no se come. Si la muerdes tu alma viajará al pasado, allí donde fuiste realmente feliz, y ya nunca podrás regresar”.

Julio no creía en la magia, es más, desde que escuchaba a alguien hablar de fantasmas, espiritualidad o todo aquello que, según él, no se sostenía científicamente hablando, se levantaba y se iba. Sin embargo, aquellas palabras le infundaron miedo. Más que miedo, respeto. La manzana se había vuelto gris y podía sentir su peso, y sus latidos, en la mano, como si de repente hubiera cobrado vida. La dejó caer y, sin entender muy bien cómo, ésta volvió rodando sobre sí misma hasta colocarse otra vez encima de la vieja tabla. A su alrededor volvió el verde, el viento y el sonido de los pájaros.

Al anochecer, al regresar al hostal en el que se alojaba, supo que había encontrado su lugar en el mundo. Aquella experiencia había sido una señal para que colgase la mochila que tanto tiempo llevaba cargando en su espalda y estableciera allí su hogar.

Quién sabe, quizá con el tiempo sería capaz de volver a la pradera, agarrar la manzana y viajar al pasado, al momento en el que había sido feliz por última vez. A aquella cafetería, a aquellos ojos, a ella. 

11 diciembre 2024

LUCRECIA - Relato publicado en Infonorte Digital el 11 de Diciembre de 2024

 


En el desván de una vieja mansión victoriana, oculto tras la pila de cajas y muebles de anticuario, existe un retrato que pocos se atreven a mirar. Según los rumores, el autor sufría de alucinaciones y delirios, y pasaba los días hablando de su viaje al futuro donde conoció a una mujer cuya belleza era tan irresistible como peligrosa. La llamaba Lucrecia y, según los pocos que habían tenido la suerte, o más bien la desgracia, de apreciar su belleza hecha pintura, dejaba su esencia atrapada en el cuadro, envejeciendo rápido y muriendo joven. Motivo por el que la habían ocultado durante tanto tiempo.

Adriana, una restauradora apasionada por las historias raras y extravagantes que se escondía tras cada pintura, había sido contratada para recuperar las obras de arte de la mansión antes de su inminente compra. Nadie, menos aún los interesados en vender, le mencionó la existencia de aquel cuadro hasta que, al rodar un pesado mueble de madera, lo encontró. La mujer que tenía delante parecía estar viva: cabello rubio y ondulante, labios gruesos pintados de rojo, mirada penetrante…no pudo más que retroceder, anonadada entre tanta belleza y asustada ante la sensación de quedarse atrapada en ella.

Incapaz de resistir su magnetismo, Adriana comenzó a trabajar en el cuadro. Cada pincelada que daba parecía despertar algo dentro de ella y con cada minuto que pasaba la atmósfera de la habitación se volvía más densa. Y el aire … más frío.

Según iba avanzando, se iba sintiendo cada vez más molesta. Quizá se estuviese volviendo loca por las horas que llevaba frente a aquel cuadro, trabajando sin parar, pero, tenía la ligera sensación de que la expresión de aquella mujer iba cambiando de manera sutil. Ante aquella locura soltó las brochas, se lavó las manos y el rostro y se fue a casa.

Esa noche, Adriana tuvo un sueño extraño. Lucrecia estaba frente a ella, envuelta en sombras, pero con una belleza que parecía sobrenatural.

Gracias por devolverme la vida —dijo con una voz suave y seductora.

Adriana despertó sobresaltada. Eran las 3 de la mañana y estaba empapada en sudor. El sueño le había parecido tan real…

Al regresar a la mansión al día siguiente y deseando colocarse de nuevo frente a aquella preciosa imagen, se encontró la habitación completamente vacía. El marco seguía estando, de hecho, era lo único en el desván, pero la figura de Lucrecia había desaparecido.

Días después, los vecinos comenzaron a hablar de una mujer misteriosa que caminaba por el pueblo, una mujer cuya belleza era tan intensa que dejaba a todos hipnotizados. Adriana estaba segura de saber de quién se trataba. Lucrecia andaba suelta y ella, sin saber muy bien cómo, la había liberado.

Pasó días enteros vagando por las calles de día y de noche tratando de encontrarla, pero nunca logró dar con ella. No había nada más que ella pudiera hacer, tendría que vivir el resto de sus días sintiéndose culpable y rezando para que no hiciera daño a nadie. Al fin y al cabo, era sólo una mujer queriendo ser libre…por fin. 

10 diciembre 2024

Tu canción


Por fin bajamos del coche. Mario, Manuel y yo estábamos exhaustos tras las tres horas en coche que tardamos en llegar al ayuntamiento. El pueblo que nos había contratado dos meses atrás, para tocar dos horas durante las fiestas patronales, era pequeño y se encontraba en mitad de ningún lugar. Ni siquiera aparecía en el GPS. Gracias a los escasos carteles que fuimos encontrando por la carretera pudimos llegar.

Sus fiestas tenían fama de ser modestas, pero animadas y, como en todos los pueblos pequeños, se concentraban en la única plaza que había, donde el ayuntamiento, la iglesia, la taberna y correos compartían lugar.

Nuestra banda se llamaba “Los Delincuentes”, nombre que con 20 años sonaba cool y ahora, con 30, ridículo. Mario era el guitarrista, Manuel el encargado de la batería y yo el cantante y líder de la banda. Nos encantaba tocar de bar en bar y en pequeñas salas de la ciudad, donde nuestro único público lo formaban familiares, compañeros de trabajo y amigos de toda la vida. Sin embargo, aquel verano decidimos tomar un rumbo diferente y comenzar a versionar grandes clásicos de la cultura musical nacional e internacional, lo que hizo que empezaran a contratarnos de otras ciudades para tocar en las verbenas de sus pueblos.

Recorríamos cientos de kilómetros en nuestra california amarilla yendo de una comunidad a otra. A veces el escenario no era el que soñábamos, pero otras el poco público que había se mostraba tan entregado que parecía que tocábamos frente a un estadio lleno de personas.

Aquella tarde, nada más llegar a la plaza y ver el ambiente festivo de la gente del lugar, supimos que nos íbamos a divertir. Había farolillos de colores colgados de las farolas, puestos de comida en cada esquina, plantas y flores en cada uno de los balcones y fotografías de paisaje colocadas en las fachadas de las casas a modo de exposición fotográfica.

Nuestro escenario estaba situado en la parte norte de la plaza, justo delante del ayuntamiento. Era diminuto en comparación con los dos últimos en los que habíamos tocado, pero tenía todo lo necesario para actuar y eso, para nosotros, era más que suficiente. Y fue entonces cuando la vi.

Mientras Mario afinaba la guitarra y Manuel buscaba sus baquetas, yo me dedicaba a ajustar el micrófono. Y no pude evitarlo. Mi mirada se clavó en ella. Era delgada, tenía el cabello oscuro y largo recogido en una trenza y sonreía de manera alegre. Llevaba una camiseta blanca con la frase perfectly imperfect y servía cervezas en las mesas que habían dispuestas en una de las esquinas de la plaza a modo de terraza. Movía las jarras y los recipientes con manises con una precisión casi rítmica y, a la vez que lo hacía, su olor llegaba hasta mí.

No era la primera vez que divisaba a una chica guapa entre el público cuando me subía a un escenario, pero ella era diferente. La miraba y la sentía especial. Y mis ojos no podían apartarse de ella.

Oye, Dani, ¿todo bien? —me preguntó Mario, dándome un codazo. Pero apenas asentí. Mis ojos seguían puestos en ella y Mario, tras seguir el camino hacia dónde se dirigía mi mirada, esbozó una sonrisa cómplice.

Ya veo ya. Todo está genial. Anda, céntrate que empezamos en veinte minutos —sonrió, mientras colocaba el mechón de su frente.

El pueblo en peso debía estar allí, pues en la plaza parecía no caber nadie más. Manuel marcó el inicio golpeando sus baquetas y los primeros acordes comenzaron a sonar. Como de costumbre, empezamos con algunas canciones conocidas y animadas, metiendo algunos clásicos del rock, fáciles de reconocer al instante. Yo intentaba no perder el hilo del concierto, pero mis ojos, una y otra vez, se perdían por la plaza en busca de aquella camiseta. Si no la veía, me concentraba en las mesas de la terraza y, desde que divisaba la parte de atrás de la trenza, notaba cómo mi corazón se aceleraba. Y ni siquiera sabía aún su nombre.

Cuando llegó el turno de cantar Can´t Help Falling in Love del gran Elvis Presley, algo cambió. El pueblo dejó de existir, las personas desaparecieron de mi vista y soló existía ella. Así que le dediqué la canción en silencio y se la canté dejándome el alma y el corazón. Casi como si le estuviera confesando mis sentimientos. Mientras, ella seguía sirviendo cervezas, sonriendo y moviendo la trenza de un lado a otro siguiendo el vaivén de sus caderas al caminar. Ajena a aquella mirada intensa y llena de amor que procedía del escenario.

Siempre adoré a Elvis, además, aquella canción era de mis favoritas, sólo que ahora su letra había cobrado un nuevo significado.

Por fin sonaron los últimos acordes. El concierto terminó a la hora acordaba y la plaza entera nos aplaudía. Saludamos, dimos las gracias y dejamos los instrumentos a un lado para bajar a por unas cervezas que hidratasen nuestras gargantas ahora deshidratadas. Tenía que acercarme a hablar con ella, a conocerla y descubrir quién era y qué me había hecho. Pero cuando me acerqué ella ya no estaba.

Chicos, voy a dar una vuelta, ahora vuelvo —dije a los demás, casi en un susurro, saliendo corriendo de la plaza.

Rodeé la plaza, recorrí la calle principal de arriba a abajo, pregunté a los señores de la terraza si la habían visto, pero nadie sabía nada. No la habían visto salir. Al parecer no vivía en el pueblo y tampoco nadie conocía su nombre. Lo único que logré saber, en boca del dueño del puesto en el que servía cervezas, es que había llegado esa misma tarde en una furgoneta, junto a su perro, y había pedido trabajo para esa noche para ganar unas cuantas monedas.

El corazón me dio un vuelco. Yo me moría por conocerla y ella ya no estaba.

Pasaron los días, y los chicos y yo continuamos tocando en los pueblos de alrededor que contrataron nuestros servicios. En mi cabeza seguía ella, y allá donde íbamos mis ojos la buscaban durante los acordes de aquella canción. Mario y Manuel notaron que algo me pasaba, pero ni ellos preguntaban nada ni yo estaba dispuesto a hablar de ello. ¿Cómo les podía explicar que me había enamorado de una chica locamente sólo viéndola desde lejos en aquel concierto?

Dos meses después, acabando ya el verano, dimos el que sería el último concierto de la gira. Como casi todos los pueblos que recogimos durante la misma, éste era pequeño y con encanto, con una plaza principal donde todos los habitantes participaban de la fiesta. Unos hablaban entre ellos con una cerveza en la mano, otros cantaban, los más atrevidos bailaban, y los niños revoloteaban por todos lados.

A falta de tres canciones para terminar, algo dentro de mí me dijo que girara la cabeza. Mi corazón cambió de ritmo, las manos se agarraron fuertemente al micro y mis ojos se clavaron en los de la muchacha que acababa de entrar en la plaza por la entrada lateral. Era ella.

Por fin, tras varios meses pensando en ella noche y día, buscándola en cada pueblo en el que paraban y tarareando la canción de Elvis que le había dedicado, incluso sin que ella lo supiese, la había encontrado.

Y esta vez no la dejaría escapar.

Sin pensarlo dos veces, interrumpí la canción que estaba cantando, pedí a los chicos que dejaran de tocar y agarré el micrófono. Mario y Manuel me miraban como si acabasen de ver a un hombre loco desnudo en lo alto de un campanario.

Perdón, habitantes de Villa Arriba les pido disculpas. —El público se quedó en silencio y me miró, expectante—. Hace unos meses dimos un concierto en un pueblo en el que había un puesto de bebidas y bocadillos en una esquina de la plaza. Tenía mesas a modo de terraza y, la mujer más hermosa que he visto en mi vida servía cervezas allí. Era guapísima, llevaba el pelo largo recogido en una trenza y una camiseta con un mensaje claro y directo. —El corazón me iba a mil y me sudaban las manos, pero no paré. —Desde entonces la he estado buscando en cada pueblo sin poder quitármela ni segundo de la cabeza sin éxito…hasta hoy.

Los vecinos intercambiaban miradas y sonreían de manera cómplice. La chica, confundida, levantaba la cabeza buscando, tal y como hacían los demás, a la misteriosa chica afortunada.

No sé nada de ti, —continué —ni tu nombre, ni de dónde eres. Sólo sé que cuando te vi en aquella plaza, algo dentro de mí cambió. Mi mirada te busca en cada pueblo y necesito conocerte. Tú, la chica de la camiseta blanca “perfectamente imperfecta”. Acércate y dame la oportunidad de conocerte, por favor.

La plaza estalló en aplausos mientras yo, inmóvil y con el micro aún en la mano, temblaba pensando en que ella estaba allí, mirándome. La chica, sonrojada y visiblemente sorprendida, miraba a su alrededor, como si aún no creyera que aquello iba en serio y, además, iba con ella. Pero, tras unos segundos de vacilación que me parecieron eternos, se acercó.

Y, de repente, sólo estábamos ella y yo.

Hola —me dijo tímidamente.

Hola —le respondí—. ¿Cómo te llamas?

Luna.

Luna… —repetí, saboreando el sonido de cada sílaba de su nombre. —Ni te imaginas cuántas veces he soñado con este momento.

Pero, ¿por qué?

Porque siento que te conozco, que formas parte de mí desde el momento en que te vi. Y porque puede que tengas la respuesta a una pregunta que ni siquiera sabía que me estaba haciendo.

Los dos nos quedamos en silencio. Inmóviles. Mirándonos a la cara con el amor con el que dos almas se reconocen tras haber vivido muchas vidas juntas.

Quizá deberían hablar después del concierto. —apuntó Mario.

En ese momento fui consciente de lo que acababa de hacer. Había interrumpido el espectáculo y todo el mundo nos miraba en silencio. Así que volví a pedir disculpas por las molestias ocasionadas y prometí hacerles cantar y bailar como locos. Pero antes, dediqué la siguiente canción.

Esta canción va para ella, la que ha sido mi Luna, sin saberlo, tantas y tantas noches.

Los primeros acordes de Can´t Help Falling in Love resonaron en la plaza, pero esta vez ella también me miraba. El destino nos había vuelto a juntar y la canción se convirtió en algo más que letra y melodía. Ahora era la banda sonora de la historia de amor más bonita del mundo.

La nuestra.

03 diciembre 2024

Los 7 vientos

   


La Ciudad de Las Palmas vivía bajo el manto de neblina que permanecía siempre estanco debido a las 4 montañas que la cubrían. Sus habitantes decían que el ambiente húmedo y el cielo constantemente gris eran los culpables del halo perpetuo de pecados que allí vivían. La ciudad había nacido del lodo de la lluvia gracias a la codicia de la tierra de querer abarcarlo todo, había crecido entre la traición y las mentiras de su alcalde para con el pueblo y, ahora, mientras reposaba vieja y cansada, era acunada por unos extraños vientos que parecían proceder de ninguna parte y de todos lados al mismo tiempo. Vientos que, según las viejas leyendas, eran portadores de cada uno de los pecados que había conferido forma a la ciudad sellando también su destino.


El primero de los vientos era cálido y embriagador, daba la bienvenida al verano y rugía siempre al caer la noche, impregnando las calles de un aroma dulce y perturbador. Lo llamaban el viento de la lujuria. Le gustaba deslizarse por las ventanas y balcones que se quedaban abiertos despertando deseos furtivos e inconfesables entre quienes lo vivían.


Una de esas noches de verano, en las que el aire se notaba denso y pesado, Julio sacó a pasear al perro. Era un hombre de mediana edad dedicado a vender joyas robadas que conseguía mediante su tienda, un pequeño bazar donde compraba oro a quienes necesitaban dinero rápido y que le servía de tapadera. Pese a trabajar seis de los siete días de la semana, había hecho de la lujuria su más fiel acompañante, dedicando su poco tiempo libre a mantener relaciones con mujeres jóvenes que entraban y salían de su vida con la misma rapidez con la que el viento entraba por la ventana. Creyéndose inmune a las consecuencias de sus actos, disfrutaba de su vida sintiéndose seguro de dominar los impulsos que lo poseían.


Esa noche, mientras su pequeño chihuahua color café hacía sus necesidades, su mirada se cruzó con la de Rebeca, una joven morena, de cabello largo y ojos grandes tan oscuros como la oscuridad que se cernía sobre la ciudad cada noche. Su falda, movida por el propio viento de la lujuria, dejaba ver el tímido liguero color negro que escondía aferrado a su muslo izquierdo. Con un simple cruce de miradas supo que había caído rendido a sus pies. Ella era consciente de que el viento que soplaba era el de la lujuria y de que, en esos momentos el deseo de los hombres hacía ella, aumentaba, por lo que dibujó una sonrisa pícara y, sin apartarle la mirada, se acercó a su oído y le susurró: “A veces, ceder al pecado es la forma más sublime de recordar que estamos vivos”.


Le bastaron segundos para caer en sus redes y entregarse completamente a ese susurro. Sin embargo, al amanecer, cuando por fin el viento dejó en paz a la ciudad, despertó desorientado en su cama. Le dolía la cabeza y en la boca tenía un ligero sabor metálico que enseguida reconoció como sangre. Su casa estaba toda tirada. Al parecer Rebeca le había robado las joyas más valiosas que guardaba tras los libros de la estantería y había desaparecido sin dejar rastro. Mirando al techo, lleno de vergüenza y dolor, sintió como el enfado se apoderaba de él. Lo habían traicionado y sólo él había sido el culpable. Había sucumbido al viento de la lujuria y había pagado un costo elevado por ella. Pero lejos de arrepentirse, disfrutaba recordando que bajo la locura había encontrado una emoción que nunca antes había experimentado.


El segundo viento se sentía frío y punzante. Lo llamaban el viento de la gula. Bajaba desde la montaña situada más al norte y daba un respiro a las calurosas noches de verano. Decían que el olor tan agradable que traía provocaba un hambre insaciable a todo aquel que lo respirara. Antonio, el dueño del restaurante italiano más antiguo y caro de la ciudad, se autoproclamaba completamente devoto de él. Su local, La casa de los placeres, era conocido por los grandes festines de comida que se servían en todos y cada uno de sus platos. Los más acaudalados de la ciudad solían visitarle cada fin de semana demostrando su gran poder adquisitivo.


Antonio era alto y guapo, pero su debilidad por la comida le confería aspecto de hombre obeso y enfermo. Comía como si cada plato fuera el último, como si el fin del mundo estuviera a la vuelta de la esquina. Su cocina solía estar siempre repleta de los ingredientes más exóticos del mundo, importados todos a costa de empeñar sus bienes para conseguir el dinero necesario para tal fin. Era tan glotón que su afán por comer hasta llevarlo al borde del colapso lo hacían olvidar lo equilibrada que estaba su vida antes de que su mujer e hijos lo abandonaran.


Una noche, el viento de la gula decidió visitar la ciudad con más fuerza de lo normal. Los comensales del restaurante se vieron envueltos en un frenesí de consumo de comida más que inusual y, acompañados por el propio Antonio, devoraban todo lo que se encontraba a su paso. La situación no remitió hasta pasada la medianoche, dejándolos a todos empapados en sudor, temblorosos y con una desagradable sensación de estar a punto de explotar. Aquella noche de excesos les había pasado factura. Todos vomitaban y se retorcían de dolor, todos menos Antonio, que yacía inmóvil bajo la barra del restaurante. Jadeaba, le faltaba el aire y sentía dolor, y fue cuando comprendió que había cruzado la línea. La gula había sido más fuerte que él. Sin embargo, sintiéndose más cerca de la muerte que nunca, un retorcido orgullo se mantuvo en su interior, el de quien había llegado al límite sin importarle las consecuencias.


El tercer viento era el viento de la avaricia. Anunciaba el otoño y le gustaba deslizarse bajo las puertas de las casas y filtrarse en las paredes que quedaban a la intemperie. Era sigiloso y se instalaba en las mentes de los habitantes instándolos a acumular objetos, a poseer. De hecho, así lo vivía Santiago, un prestamista sin escrúpulos que había construido todo un imperio siendo todo un usurero. Le gustaba prestar dinero a personas necesitadas con unos intereses impagables, incluso para los adinerados. Y cuando llegaba el momento de cobrar no sentía remordimientos ni conocía la misericordia. De ahí procedía toda su fortuna, y se sentía orgulloso de ello.


La segunda noche bajo los efectos de ese viento, la avaricia flotaba en el aire más fuerte que nunca, provocando en Santiago un deseo de poder y posesión desbordante. Se encerró en su oficina, donde tenía amontonados fajos y fajos de billetes, y comenzó a contarlos uno a uno. A medida que desenrollaba uno y enrollaba otro, sus manos iban acariciando los billetes mientras se deleitaba de sus logros y soñaba con conseguir aún más. No se percató de la cantidad de horas que llevaba allí ni de las ganas de comer que tenía. La avaricia lo había cegado por completo.


Al amanecer, con las primeras luces del día, el viento amainó y Santiago fue consciente de que, pese a poseer tanto, a su lado no había nadie. Estaba completamente solo. Pero en lugar de entristecerse, se encogió de hombros y salió a la calle, pues le gustaba alardear del poder y el control que proyectaba en los demás. A fin de cuentas, pensaba, ser poderoso es el sueño de todo el mundo.


Así, uno por uno, los otros cuatro vientos iban recorriendo la ciudad de Las Palmas, despidiendo y dando la bienvenida a las estaciones del año. Siempre con la misma fuerza y surtiendo los mismos efectos, repartiendo pecados por doquier: el conocido viento de la pereza, que sumía a todos los habitantes en un letargo extremo casi mortal; el tan temido viento de la ira, que enardecía las pasiones y desataba la violencia entre hombres, mujeres y niños provocando el caos total; el viento de la envidia, que corrompía las mentes y los corazones con le sensación de necesitar todo lo ajeno; y, el último pero no menos importante, el viento del orgullo, que convertía a los orgullosos en tiranos.


Los habitantes de la Ciudad eran conscientes de los curiosos y extraños vientos que recorrían sus calles una vez al año. Los sentían cuando aparecían, día y noche, los estudiaban en el colegio desde pequeños, aprendían a tenerles miedo y huirles y, aunque algunos intentaban resistirse, la mayoría terminaba sucumbiendo. Se habían convertido en una atracción turística para los más atrevidos e, incluso, científicos de otros países los utilizaban como sujetos en sus estudios de tal interesante fenómeno, donde la vida cotidiana y el destino de la ciudad parecían estar escogidos por los vientos que la recorrían.


Un día, sin embargo, algo inesperado ocurrió. Un viajero de la ciudad vecina con aspecto futurista llegó a la ciudad, un hombre excéntrico llamado Jorge, que traía consigo la reputación de ser claro, directo, fuerte e incorruptible. En su ciudad el efecto de los vientos pasaba inadvertido pese a estar situada al otro lado de la montaña del este. Al entrar a la ciudad se albergó en el hostal de la plaza dejando a su paso comentarios sobre el tiempo que tardaría en caer bajo los efectos de los siete vientos.


Jorge paseaba por la ciudad, sintiendo el peso de los vientos, notando cómo su cuerpo y su mente luchaban contra las tentaciones que se arremolinaban a su alrededor y notando las miradas de escepticismo de los habitantes a su paso.


Visitó a Julio, quien le ofreció todo tipo de joyas a cambio de favores carnales; pasó por el restaurante de Antonio, quien lo invitó a un banquete digno de cualquier rey y ante el cual nadie se hubiese resistido; y se acercó a la oficina de Santiago, quién intentó embaucarlo a participar en negocios turbios.


Pero, pese a la creencia de todos, Jorge resistió. No lo hacía por ser un superhéroe o poseer una fuerza de voluntad sobrehumana, sino por una simple razón: comprendía que los vientos formaban parte de la vida y existían sólo para demostrarle a los humanos que todos llevamos sombras dentro que debemos aprender a aceptar.


“Los pecados no vienen con los vientos, sino que viven en quienes los reciben y aceptan”, dijo a un grupo de habitantes que paseaban por la plaza. “El pecado solo tiene poder si se le otorga”.


Unos se rieron de él pero otros tomaron las palabras del viajero en serio y comenzaron a reflexionar sobre lo que acababa de decir preguntándose si, tal vez, los vientos que los rodeaban podía ser ignorados y, por tanto, resistidos.


Con el paso de los días, algo en la ciudad comenzó a cambiar. Julio encontró consuelo en lo simple dejando de lado sus deseos carnales; Antonio cerró su restaurante y abrió una pequeña pastelería donde vendía porciones pequeñas de pastel; y Santiago empezó a donar dinero a asociaciones benéficas aprendiendo que la bondad atrae más riqueza que la avaricia.


Los vientos siguieron soplando, pero eran cada vez menos fuertes. Los pecados siguieron existiendo pues forman parte de la naturaleza humana, pero ahora todos convivían con ellos y no se dejaban arrastrar al abismo de autodestrucción.


Jorge supo que, tras meses en Las Palmas, el momento de regresar a casa había llegado, así que partió sin saber si lo que había hecho tendría un efecto duradero. Aún así, partió feliz. Había plantado la semilla de la duda con respecto a los vientos y, si la seguían regando, habría paz en la vida de todos sus habitantes. Con él había nacido la esperanza de que el pecado, aunque poderoso, nunca sería más fuerte que la voluntad del ser humano.


Así Las Palmas continuó existiendo, al igual que sus vientos. Pero ahora ya habían aprendido a respirar aire puro y limpio entre tanto viento cargado de tempestades.

 


Secretos - Publicado en Magazine Norte Gran canaria el 31 de julio de 2025

Como cada noche, Lucía se encerró en su cuarto para leer el libro, ese donde las palabras parecían cobrar vida bajo la tenue luz de su lámpa...