Por fin bajamos del coche. Mario,
Manuel y yo estábamos exhaustos tras las tres horas en coche que
tardamos en llegar al ayuntamiento. El pueblo que nos había
contratado dos meses atrás, para tocar dos horas durante las fiestas
patronales, era pequeño y se encontraba en mitad de ningún lugar.
Ni siquiera aparecía en el GPS. Gracias a los escasos carteles que
fuimos encontrando por la carretera pudimos llegar.
Sus fiestas tenían fama de ser
modestas, pero animadas y, como en todos los pueblos pequeños, se
concentraban en la única plaza que había, donde el ayuntamiento, la
iglesia, la taberna y correos compartían lugar.
Nuestra banda se llamaba “Los
Delincuentes”, nombre que con 20 años sonaba cool
y ahora, con 30, ridículo. Mario era el guitarrista, Manuel el
encargado de la batería y yo el cantante y líder de la banda. Nos
encantaba tocar de bar en bar y en pequeñas salas de la ciudad,
donde nuestro único público lo formaban familiares, compañeros de
trabajo y amigos de toda la vida. Sin embargo, aquel verano decidimos
tomar un rumbo diferente y comenzar a versionar grandes clásicos de
la cultura musical nacional e internacional, lo que hizo que
empezaran a contratarnos de otras ciudades para tocar en las verbenas
de sus pueblos.
Recorríamos cientos de
kilómetros en nuestra california amarilla yendo de una comunidad a
otra. A veces el escenario no era el que soñábamos, pero otras el
poco público que había se mostraba tan entregado que parecía que
tocábamos frente a un estadio lleno de personas.
Aquella tarde, nada más llegar a
la plaza y ver el ambiente festivo de la gente del lugar, supimos que
nos íbamos a divertir. Había farolillos de colores colgados de las
farolas, puestos de comida en cada esquina, plantas y flores en cada
uno de los balcones y fotografías de paisaje colocadas en las
fachadas de las casas a modo de exposición fotográfica.
Nuestro escenario estaba situado
en la parte norte de la plaza, justo delante del ayuntamiento. Era
diminuto en comparación con los dos últimos en los que habíamos
tocado, pero tenía todo lo necesario para actuar y eso, para
nosotros, era más que suficiente. Y fue entonces cuando la vi.
Mientras Mario afinaba la
guitarra y Manuel buscaba sus baquetas, yo me dedicaba a ajustar el
micrófono. Y no pude evitarlo. Mi mirada se clavó en ella. Era
delgada, tenía el cabello oscuro y largo recogido en una trenza y
sonreía de manera alegre. Llevaba una camiseta blanca con la frase
perfectly imperfect y
servía cervezas en las mesas que habían dispuestas en una de las
esquinas de la plaza a modo de terraza. Movía las jarras y los
recipientes con manises con una precisión casi rítmica y, a la vez
que lo hacía, su olor llegaba hasta mí.
No era la primera vez que
divisaba a una chica guapa entre el público cuando me subía a un
escenario, pero ella era diferente. La miraba y la sentía especial.
Y mis ojos no podían apartarse de ella.
—Oye, Dani, ¿todo bien? —me
preguntó Mario, dándome un codazo. Pero apenas asentí. Mis ojos
seguían puestos en ella y Mario, tras seguir el camino hacia dónde
se dirigía mi mirada, esbozó una sonrisa cómplice.
—Ya veo ya. Todo está genial.
Anda, céntrate que empezamos en veinte minutos —sonrió, mientras
colocaba el mechón de su frente.
El pueblo en peso debía estar
allí, pues en la plaza parecía no caber nadie más. Manuel marcó
el inicio golpeando sus baquetas y los primeros acordes comenzaron a
sonar. Como de costumbre, empezamos con algunas canciones conocidas y
animadas, metiendo algunos clásicos del rock, fáciles de reconocer
al instante. Yo intentaba no perder el hilo del concierto, pero mis
ojos, una y otra vez, se perdían por la plaza en busca de aquella
camiseta. Si no la veía, me concentraba en las mesas de la terraza
y, desde que divisaba la parte de atrás de la trenza, notaba cómo
mi corazón se aceleraba. Y ni siquiera sabía aún su nombre.
Cuando llegó el turno de cantar
Can´t Help Falling in
Love del gran Elvis
Presley, algo cambió. El pueblo dejó de existir, las personas
desaparecieron de mi vista y soló existía ella. Así que le dediqué
la canción en silencio y se la canté dejándome el alma y el
corazón. Casi como si le estuviera confesando mis sentimientos.
Mientras, ella seguía sirviendo cervezas, sonriendo y moviendo la
trenza de un lado a otro siguiendo el vaivén de sus caderas al
caminar. Ajena a aquella mirada intensa y llena de amor que procedía
del escenario.
Siempre adoré a Elvis, además,
aquella canción era de mis favoritas, sólo que ahora su letra había
cobrado un nuevo significado.
Por fin sonaron los últimos
acordes. El concierto terminó a la hora acordaba y la plaza entera
nos aplaudía. Saludamos, dimos las gracias y dejamos los
instrumentos a un lado para bajar a por unas cervezas que hidratasen
nuestras gargantas ahora deshidratadas. Tenía que acercarme a hablar
con ella, a conocerla y descubrir quién era y qué me había hecho.
Pero cuando me acerqué ella ya no estaba.
—Chicos, voy a dar una vuelta,
ahora vuelvo —dije a los demás, casi en un susurro, saliendo
corriendo de la plaza.
Rodeé la plaza, recorrí la
calle principal de arriba a abajo, pregunté a los señores de la
terraza si la habían visto, pero nadie sabía nada. No la habían
visto salir. Al parecer no vivía en el pueblo y tampoco nadie
conocía su nombre. Lo único que logré saber, en boca del dueño
del puesto en el que servía cervezas, es que había llegado esa
misma tarde en una furgoneta, junto a su perro, y había pedido
trabajo para esa noche para ganar unas cuantas monedas.
El corazón me dio un vuelco. Yo
me moría por conocerla y ella ya no estaba.
Pasaron los días, y los chicos y
yo continuamos tocando en los pueblos de alrededor que contrataron
nuestros servicios. En mi cabeza seguía ella, y allá donde íbamos
mis ojos la buscaban durante los acordes de aquella canción. Mario y
Manuel notaron que algo me pasaba, pero ni ellos preguntaban nada ni
yo estaba dispuesto a hablar de ello. ¿Cómo les podía explicar que
me había enamorado de una chica locamente sólo viéndola desde
lejos en aquel concierto?
Dos meses después, acabando ya
el verano, dimos el que sería el último concierto de la gira. Como
casi todos los pueblos que recogimos durante la misma, éste era
pequeño y con encanto, con una plaza principal donde todos los
habitantes participaban de la fiesta. Unos hablaban entre ellos con
una cerveza en la mano, otros cantaban, los más atrevidos bailaban,
y los niños revoloteaban por todos lados.
A falta de tres canciones para
terminar, algo dentro de mí me dijo que girara la cabeza. Mi corazón
cambió de ritmo, las manos se agarraron fuertemente al micro y mis
ojos se clavaron en los de la muchacha que acababa de entrar en la
plaza por la entrada lateral. Era ella.
Por fin, tras varios meses
pensando en ella noche y día, buscándola en cada pueblo en el que
paraban y tarareando la canción de Elvis que le había dedicado,
incluso sin que ella lo supiese, la había encontrado.
Y esta vez no la dejaría
escapar.
Sin pensarlo dos veces,
interrumpí la canción que estaba cantando, pedí a los chicos que
dejaran de tocar y agarré el micrófono. Mario y Manuel me miraban
como si acabasen de ver a un hombre loco desnudo en lo alto de un
campanario.
—Perdón, habitantes de Villa
Arriba les pido disculpas. —El público se quedó en silencio y me
miró, expectante—. Hace unos meses dimos un concierto en un pueblo
en el que había un puesto de bebidas y bocadillos en una esquina de
la plaza. Tenía mesas a modo de terraza y, la mujer más hermosa que
he visto en mi vida servía cervezas allí. Era guapísima, llevaba
el pelo largo recogido en una trenza y una camiseta con un mensaje
claro y directo. —El corazón me iba a mil y me sudaban las manos,
pero no paré. —Desde entonces la he estado buscando en cada pueblo
sin poder quitármela ni segundo de la cabeza sin éxito…hasta hoy.
Los vecinos intercambiaban
miradas y sonreían de manera cómplice. La chica, confundida,
levantaba la cabeza buscando, tal y como hacían los demás, a la
misteriosa chica afortunada.
—No sé nada de ti, —continué
—ni tu nombre, ni de dónde eres. Sólo sé que cuando te vi en
aquella plaza, algo dentro de mí cambió. Mi mirada te busca en cada
pueblo y necesito conocerte. Tú, la chica de la camiseta blanca
“perfectamente imperfecta”. Acércate y dame la oportunidad de
conocerte, por favor.
La plaza estalló en aplausos
mientras yo, inmóvil y con el micro aún en la mano, temblaba
pensando en que ella estaba allí, mirándome. La chica, sonrojada y
visiblemente sorprendida, miraba a su alrededor, como si aún no
creyera que aquello iba en serio y, además, iba con ella. Pero, tras
unos segundos de vacilación que me parecieron eternos, se acercó.
Y, de repente, sólo estábamos
ella y yo.
—Hola —me dijo tímidamente.
—Hola —le respondí—. ¿Cómo
te llamas?
—Luna.
—Luna… —repetí, saboreando
el sonido de cada sílaba de su nombre. —Ni te imaginas cuántas
veces he soñado con este momento.
—Pero, ¿por qué?
—Porque siento que te conozco,
que formas parte de mí desde el momento en que te vi. Y porque puede
que tengas la respuesta a una pregunta que ni siquiera sabía que me
estaba haciendo.
Los dos nos quedamos en silencio.
Inmóviles. Mirándonos a la cara con el amor con el que dos almas se
reconocen tras haber vivido muchas vidas juntas.
—Quizá deberían hablar
después del concierto. —apuntó Mario.
En ese momento fui consciente de
lo que acababa de hacer. Había interrumpido el espectáculo y todo
el mundo nos miraba en silencio. Así que volví a pedir disculpas
por las molestias ocasionadas y prometí hacerles cantar y bailar
como locos. Pero antes, dediqué la siguiente canción.
—Esta canción va para ella, la
que ha sido mi Luna, sin saberlo, tantas y tantas noches.
Los primeros acordes de Can´t
Help Falling in Love
resonaron en la plaza, pero esta vez ella también me miraba. El
destino nos había vuelto a juntar y la canción se convirtió en
algo más que letra y melodía. Ahora era la banda sonora de la
historia de amor más bonita del mundo.
La nuestra.