Una noche de luna llena, a tan sólo 3 días de la llegada de la navidad, Sofía veía su película favorita acurrucada en su cama abrazando a Pelusa, su conejo de peluche favorito. Había pasado toda la tarde en la fiesta de cumpleaños de su prima y estaba muy cansada, por lo que el mundo de los sueños no tardó mucho en hacer su aparición.
Pelusa no era un conejito de peluche normal, su piel era de felpa y en su interior había un montón de algodón, como en el resto de compañeros de juegos de la habitación, sin embargo, sus ojos eran mágicos. Los dos grandes botones negros que tenía cosidos justo encima del hocico a veces se iluminaban. Y cuando eso ocurría… cobraba vida.
Esa noche Pelusa decidió ser astronauta. Tenía puesto un mono blanco y un casco brillante en el que se podían ver reflejadas las estrellas, aun estando bajo la manta con su dueña. En unos minutos subiría a una nave espacial, llamada “Noche lunar”, dibujada por Sofía especialmente para ella. Tenía forma de zanahoria gigante y estaba decorada de puntitos verdes y estrellitas de colores.
“¿A dónde vas, Pelusa?” preguntó Sofía. Tenía los ojos cerrados y dormía profundamente y aun así hablaba en sueños, señal de que estaba preocupada.
“Voy a explorar el planeta Zanahorio” respondió Pelusa de manera decidida. “Me han contado que allí las hortalizas son tan grandes como la luna y más dulces que la mejor miel del mundo.”
Sin pensarlo dos veces, se subió a la nave, encendió los motores y despegó, dejando a su paso una estela de polvos mágicos (porque en los sueños todo es mágico) que brillaban como los fuegos artificiales de las fiestas del pueblo.
Pelusa, asomada a la pequeña ventana, pudo ver como se alejaba de su amiga Sofía, de su casa, cómo Guía y Gáldar se veían cada vez más pequeñas, cómo La Montaña se convirtió en un punto insignificante a medida que se alejaba. Dejó estrellas y asteroides atrás, y atravesó puertas y túneles secretos que la llevaban a lugares que nunca antes había visitado.
Minutos después, por fin llegó al planeta Zanahorio. Era un lugar maravilloso, con campos verdes fluorescentes llenos de zanahorias, tomates y calabazas gigantes que flotaban alrededor de una gran estrella dorada. Pelusa aparcó la nave y de un solo salto, suave y delicado, posó sus patitas sobre una de las calabazas. “Pero, ¡qué deliciosa!” exclamó, dando un mordisco.
En ese momento Sofía sonreía. Se estaba viendo a sí misma rodeada de un montón de conejitos de peluche que, como Pelusa, viajaban con destino al mismo planeta. Imaginó cómo uno de ellos le ofrecía jugo mágico de hortalizas, tan sabroso que le recordó al batido de naranja, miel y galletas que le preparaba su abuela para merendar. Pero éste, contenía estrellas fugaces en el fondo de la taza.
Tras muchos saltos y mordiscos, Pelusa sintió que ya era hora de volver a casa. Programó el reloj galáctico de la nave y lo preparó para el despegue con destino a la cama de su amiga. Le preocupaba que se despertara y no la encontrase con ella, a su lado, bajo la manta.
3, 2, 1… y adiós al planeta Zanahorio. Solo tardaron unos minutos en volver a divisar las luces de su pueblo y, justo en el momento en el que aterrizaba, vio como Sofía se removía y trataba de abrir los ojos. Se estaba despertando.
El sol ya brillaba y se filtraba las cortinas de la habitación. Sofía levantó la manta y encontró a Pelusa justo donde la había dejado, acurrucadita a su lado. Pero cuando la cogió se dio cuenta de algo que no había visto antes, los ojos de su conejita parecían brillar y en su pelaje tenia restos de algo naranja y verde, como si estuviese manchada.
Sofía soltó una carcajada. “Ja, ja, ja, lo sabía. Estaba segura de que no era un sueño”, le dijo a Pelusa. Y acercándose a su oído le susurró: “mejor no se lo contemos a mamá, ella ya es mayor y los adultos no creen en la magia”
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