10 diciembre 2024

Tu canción


Por fin bajamos del coche. Mario, Manuel y yo estábamos exhaustos tras las tres horas en coche que tardamos en llegar al ayuntamiento. El pueblo que nos había contratado dos meses atrás, para tocar dos horas durante las fiestas patronales, era pequeño y se encontraba en mitad de ningún lugar. Ni siquiera aparecía en el GPS. Gracias a los escasos carteles que fuimos encontrando por la carretera pudimos llegar.

Sus fiestas tenían fama de ser modestas, pero animadas y, como en todos los pueblos pequeños, se concentraban en la única plaza que había, donde el ayuntamiento, la iglesia, la taberna y correos compartían lugar.

Nuestra banda se llamaba “Los Delincuentes”, nombre que con 20 años sonaba cool y ahora, con 30, ridículo. Mario era el guitarrista, Manuel el encargado de la batería y yo el cantante y líder de la banda. Nos encantaba tocar de bar en bar y en pequeñas salas de la ciudad, donde nuestro único público lo formaban familiares, compañeros de trabajo y amigos de toda la vida. Sin embargo, aquel verano decidimos tomar un rumbo diferente y comenzar a versionar grandes clásicos de la cultura musical nacional e internacional, lo que hizo que empezaran a contratarnos de otras ciudades para tocar en las verbenas de sus pueblos.

Recorríamos cientos de kilómetros en nuestra california amarilla yendo de una comunidad a otra. A veces el escenario no era el que soñábamos, pero otras el poco público que había se mostraba tan entregado que parecía que tocábamos frente a un estadio lleno de personas.

Aquella tarde, nada más llegar a la plaza y ver el ambiente festivo de la gente del lugar, supimos que nos íbamos a divertir. Había farolillos de colores colgados de las farolas, puestos de comida en cada esquina, plantas y flores en cada uno de los balcones y fotografías de paisaje colocadas en las fachadas de las casas a modo de exposición fotográfica.

Nuestro escenario estaba situado en la parte norte de la plaza, justo delante del ayuntamiento. Era diminuto en comparación con los dos últimos en los que habíamos tocado, pero tenía todo lo necesario para actuar y eso, para nosotros, era más que suficiente. Y fue entonces cuando la vi.

Mientras Mario afinaba la guitarra y Manuel buscaba sus baquetas, yo me dedicaba a ajustar el micrófono. Y no pude evitarlo. Mi mirada se clavó en ella. Era delgada, tenía el cabello oscuro y largo recogido en una trenza y sonreía de manera alegre. Llevaba una camiseta blanca con la frase perfectly imperfect y servía cervezas en las mesas que habían dispuestas en una de las esquinas de la plaza a modo de terraza. Movía las jarras y los recipientes con manises con una precisión casi rítmica y, a la vez que lo hacía, su olor llegaba hasta mí.

No era la primera vez que divisaba a una chica guapa entre el público cuando me subía a un escenario, pero ella era diferente. La miraba y la sentía especial. Y mis ojos no podían apartarse de ella.

Oye, Dani, ¿todo bien? —me preguntó Mario, dándome un codazo. Pero apenas asentí. Mis ojos seguían puestos en ella y Mario, tras seguir el camino hacia dónde se dirigía mi mirada, esbozó una sonrisa cómplice.

Ya veo ya. Todo está genial. Anda, céntrate que empezamos en veinte minutos —sonrió, mientras colocaba el mechón de su frente.

El pueblo en peso debía estar allí, pues en la plaza parecía no caber nadie más. Manuel marcó el inicio golpeando sus baquetas y los primeros acordes comenzaron a sonar. Como de costumbre, empezamos con algunas canciones conocidas y animadas, metiendo algunos clásicos del rock, fáciles de reconocer al instante. Yo intentaba no perder el hilo del concierto, pero mis ojos, una y otra vez, se perdían por la plaza en busca de aquella camiseta. Si no la veía, me concentraba en las mesas de la terraza y, desde que divisaba la parte de atrás de la trenza, notaba cómo mi corazón se aceleraba. Y ni siquiera sabía aún su nombre.

Cuando llegó el turno de cantar Can´t Help Falling in Love del gran Elvis Presley, algo cambió. El pueblo dejó de existir, las personas desaparecieron de mi vista y soló existía ella. Así que le dediqué la canción en silencio y se la canté dejándome el alma y el corazón. Casi como si le estuviera confesando mis sentimientos. Mientras, ella seguía sirviendo cervezas, sonriendo y moviendo la trenza de un lado a otro siguiendo el vaivén de sus caderas al caminar. Ajena a aquella mirada intensa y llena de amor que procedía del escenario.

Siempre adoré a Elvis, además, aquella canción era de mis favoritas, sólo que ahora su letra había cobrado un nuevo significado.

Por fin sonaron los últimos acordes. El concierto terminó a la hora acordaba y la plaza entera nos aplaudía. Saludamos, dimos las gracias y dejamos los instrumentos a un lado para bajar a por unas cervezas que hidratasen nuestras gargantas ahora deshidratadas. Tenía que acercarme a hablar con ella, a conocerla y descubrir quién era y qué me había hecho. Pero cuando me acerqué ella ya no estaba.

Chicos, voy a dar una vuelta, ahora vuelvo —dije a los demás, casi en un susurro, saliendo corriendo de la plaza.

Rodeé la plaza, recorrí la calle principal de arriba a abajo, pregunté a los señores de la terraza si la habían visto, pero nadie sabía nada. No la habían visto salir. Al parecer no vivía en el pueblo y tampoco nadie conocía su nombre. Lo único que logré saber, en boca del dueño del puesto en el que servía cervezas, es que había llegado esa misma tarde en una furgoneta, junto a su perro, y había pedido trabajo para esa noche para ganar unas cuantas monedas.

El corazón me dio un vuelco. Yo me moría por conocerla y ella ya no estaba.

Pasaron los días, y los chicos y yo continuamos tocando en los pueblos de alrededor que contrataron nuestros servicios. En mi cabeza seguía ella, y allá donde íbamos mis ojos la buscaban durante los acordes de aquella canción. Mario y Manuel notaron que algo me pasaba, pero ni ellos preguntaban nada ni yo estaba dispuesto a hablar de ello. ¿Cómo les podía explicar que me había enamorado de una chica locamente sólo viéndola desde lejos en aquel concierto?

Dos meses después, acabando ya el verano, dimos el que sería el último concierto de la gira. Como casi todos los pueblos que recogimos durante la misma, éste era pequeño y con encanto, con una plaza principal donde todos los habitantes participaban de la fiesta. Unos hablaban entre ellos con una cerveza en la mano, otros cantaban, los más atrevidos bailaban, y los niños revoloteaban por todos lados.

A falta de tres canciones para terminar, algo dentro de mí me dijo que girara la cabeza. Mi corazón cambió de ritmo, las manos se agarraron fuertemente al micro y mis ojos se clavaron en los de la muchacha que acababa de entrar en la plaza por la entrada lateral. Era ella.

Por fin, tras varios meses pensando en ella noche y día, buscándola en cada pueblo en el que paraban y tarareando la canción de Elvis que le había dedicado, incluso sin que ella lo supiese, la había encontrado.

Y esta vez no la dejaría escapar.

Sin pensarlo dos veces, interrumpí la canción que estaba cantando, pedí a los chicos que dejaran de tocar y agarré el micrófono. Mario y Manuel me miraban como si acabasen de ver a un hombre loco desnudo en lo alto de un campanario.

Perdón, habitantes de Villa Arriba les pido disculpas. —El público se quedó en silencio y me miró, expectante—. Hace unos meses dimos un concierto en un pueblo en el que había un puesto de bebidas y bocadillos en una esquina de la plaza. Tenía mesas a modo de terraza y, la mujer más hermosa que he visto en mi vida servía cervezas allí. Era guapísima, llevaba el pelo largo recogido en una trenza y una camiseta con un mensaje claro y directo. —El corazón me iba a mil y me sudaban las manos, pero no paré. —Desde entonces la he estado buscando en cada pueblo sin poder quitármela ni segundo de la cabeza sin éxito…hasta hoy.

Los vecinos intercambiaban miradas y sonreían de manera cómplice. La chica, confundida, levantaba la cabeza buscando, tal y como hacían los demás, a la misteriosa chica afortunada.

No sé nada de ti, —continué —ni tu nombre, ni de dónde eres. Sólo sé que cuando te vi en aquella plaza, algo dentro de mí cambió. Mi mirada te busca en cada pueblo y necesito conocerte. Tú, la chica de la camiseta blanca “perfectamente imperfecta”. Acércate y dame la oportunidad de conocerte, por favor.

La plaza estalló en aplausos mientras yo, inmóvil y con el micro aún en la mano, temblaba pensando en que ella estaba allí, mirándome. La chica, sonrojada y visiblemente sorprendida, miraba a su alrededor, como si aún no creyera que aquello iba en serio y, además, iba con ella. Pero, tras unos segundos de vacilación que me parecieron eternos, se acercó.

Y, de repente, sólo estábamos ella y yo.

Hola —me dijo tímidamente.

Hola —le respondí—. ¿Cómo te llamas?

Luna.

Luna… —repetí, saboreando el sonido de cada sílaba de su nombre. —Ni te imaginas cuántas veces he soñado con este momento.

Pero, ¿por qué?

Porque siento que te conozco, que formas parte de mí desde el momento en que te vi. Y porque puede que tengas la respuesta a una pregunta que ni siquiera sabía que me estaba haciendo.

Los dos nos quedamos en silencio. Inmóviles. Mirándonos a la cara con el amor con el que dos almas se reconocen tras haber vivido muchas vidas juntas.

Quizá deberían hablar después del concierto. —apuntó Mario.

En ese momento fui consciente de lo que acababa de hacer. Había interrumpido el espectáculo y todo el mundo nos miraba en silencio. Así que volví a pedir disculpas por las molestias ocasionadas y prometí hacerles cantar y bailar como locos. Pero antes, dediqué la siguiente canción.

Esta canción va para ella, la que ha sido mi Luna, sin saberlo, tantas y tantas noches.

Los primeros acordes de Can´t Help Falling in Love resonaron en la plaza, pero esta vez ella también me miraba. El destino nos había vuelto a juntar y la canción se convirtió en algo más que letra y melodía. Ahora era la banda sonora de la historia de amor más bonita del mundo.

La nuestra.

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