03 diciembre 2024

Los 7 vientos

   


La Ciudad de Las Palmas vivía bajo el manto de neblina que permanecía siempre estanco debido a las 4 montañas que la cubrían. Sus habitantes decían que el ambiente húmedo y el cielo constantemente gris eran los culpables del halo perpetuo de pecados que allí vivían. La ciudad había nacido del lodo de la lluvia gracias a la codicia de la tierra de querer abarcarlo todo, había crecido entre la traición y las mentiras de su alcalde para con el pueblo y, ahora, mientras reposaba vieja y cansada, era acunada por unos extraños vientos que parecían proceder de ninguna parte y de todos lados al mismo tiempo. Vientos que, según las viejas leyendas, eran portadores de cada uno de los pecados que había conferido forma a la ciudad sellando también su destino.


El primero de los vientos era cálido y embriagador, daba la bienvenida al verano y rugía siempre al caer la noche, impregnando las calles de un aroma dulce y perturbador. Lo llamaban el viento de la lujuria. Le gustaba deslizarse por las ventanas y balcones que se quedaban abiertos despertando deseos furtivos e inconfesables entre quienes lo vivían.


Una de esas noches de verano, en las que el aire se notaba denso y pesado, Julio sacó a pasear al perro. Era un hombre de mediana edad dedicado a vender joyas robadas que conseguía mediante su tienda, un pequeño bazar donde compraba oro a quienes necesitaban dinero rápido y que le servía de tapadera. Pese a trabajar seis de los siete días de la semana, había hecho de la lujuria su más fiel acompañante, dedicando su poco tiempo libre a mantener relaciones con mujeres jóvenes que entraban y salían de su vida con la misma rapidez con la que el viento entraba por la ventana. Creyéndose inmune a las consecuencias de sus actos, disfrutaba de su vida sintiéndose seguro de dominar los impulsos que lo poseían.


Esa noche, mientras su pequeño chihuahua color café hacía sus necesidades, su mirada se cruzó con la de Rebeca, una joven morena, de cabello largo y ojos grandes tan oscuros como la oscuridad que se cernía sobre la ciudad cada noche. Su falda, movida por el propio viento de la lujuria, dejaba ver el tímido liguero color negro que escondía aferrado a su muslo izquierdo. Con un simple cruce de miradas supo que había caído rendido a sus pies. Ella era consciente de que el viento que soplaba era el de la lujuria y de que, en esos momentos el deseo de los hombres hacía ella, aumentaba, por lo que dibujó una sonrisa pícara y, sin apartarle la mirada, se acercó a su oído y le susurró: “A veces, ceder al pecado es la forma más sublime de recordar que estamos vivos”.


Le bastaron segundos para caer en sus redes y entregarse completamente a ese susurro. Sin embargo, al amanecer, cuando por fin el viento dejó en paz a la ciudad, despertó desorientado en su cama. Le dolía la cabeza y en la boca tenía un ligero sabor metálico que enseguida reconoció como sangre. Su casa estaba toda tirada. Al parecer Rebeca le había robado las joyas más valiosas que guardaba tras los libros de la estantería y había desaparecido sin dejar rastro. Mirando al techo, lleno de vergüenza y dolor, sintió como el enfado se apoderaba de él. Lo habían traicionado y sólo él había sido el culpable. Había sucumbido al viento de la lujuria y había pagado un costo elevado por ella. Pero lejos de arrepentirse, disfrutaba recordando que bajo la locura había encontrado una emoción que nunca antes había experimentado.


El segundo viento se sentía frío y punzante. Lo llamaban el viento de la gula. Bajaba desde la montaña situada más al norte y daba un respiro a las calurosas noches de verano. Decían que el olor tan agradable que traía provocaba un hambre insaciable a todo aquel que lo respirara. Antonio, el dueño del restaurante italiano más antiguo y caro de la ciudad, se autoproclamaba completamente devoto de él. Su local, La casa de los placeres, era conocido por los grandes festines de comida que se servían en todos y cada uno de sus platos. Los más acaudalados de la ciudad solían visitarle cada fin de semana demostrando su gran poder adquisitivo.


Antonio era alto y guapo, pero su debilidad por la comida le confería aspecto de hombre obeso y enfermo. Comía como si cada plato fuera el último, como si el fin del mundo estuviera a la vuelta de la esquina. Su cocina solía estar siempre repleta de los ingredientes más exóticos del mundo, importados todos a costa de empeñar sus bienes para conseguir el dinero necesario para tal fin. Era tan glotón que su afán por comer hasta llevarlo al borde del colapso lo hacían olvidar lo equilibrada que estaba su vida antes de que su mujer e hijos lo abandonaran.


Una noche, el viento de la gula decidió visitar la ciudad con más fuerza de lo normal. Los comensales del restaurante se vieron envueltos en un frenesí de consumo de comida más que inusual y, acompañados por el propio Antonio, devoraban todo lo que se encontraba a su paso. La situación no remitió hasta pasada la medianoche, dejándolos a todos empapados en sudor, temblorosos y con una desagradable sensación de estar a punto de explotar. Aquella noche de excesos les había pasado factura. Todos vomitaban y se retorcían de dolor, todos menos Antonio, que yacía inmóvil bajo la barra del restaurante. Jadeaba, le faltaba el aire y sentía dolor, y fue cuando comprendió que había cruzado la línea. La gula había sido más fuerte que él. Sin embargo, sintiéndose más cerca de la muerte que nunca, un retorcido orgullo se mantuvo en su interior, el de quien había llegado al límite sin importarle las consecuencias.


El tercer viento era el viento de la avaricia. Anunciaba el otoño y le gustaba deslizarse bajo las puertas de las casas y filtrarse en las paredes que quedaban a la intemperie. Era sigiloso y se instalaba en las mentes de los habitantes instándolos a acumular objetos, a poseer. De hecho, así lo vivía Santiago, un prestamista sin escrúpulos que había construido todo un imperio siendo todo un usurero. Le gustaba prestar dinero a personas necesitadas con unos intereses impagables, incluso para los adinerados. Y cuando llegaba el momento de cobrar no sentía remordimientos ni conocía la misericordia. De ahí procedía toda su fortuna, y se sentía orgulloso de ello.


La segunda noche bajo los efectos de ese viento, la avaricia flotaba en el aire más fuerte que nunca, provocando en Santiago un deseo de poder y posesión desbordante. Se encerró en su oficina, donde tenía amontonados fajos y fajos de billetes, y comenzó a contarlos uno a uno. A medida que desenrollaba uno y enrollaba otro, sus manos iban acariciando los billetes mientras se deleitaba de sus logros y soñaba con conseguir aún más. No se percató de la cantidad de horas que llevaba allí ni de las ganas de comer que tenía. La avaricia lo había cegado por completo.


Al amanecer, con las primeras luces del día, el viento amainó y Santiago fue consciente de que, pese a poseer tanto, a su lado no había nadie. Estaba completamente solo. Pero en lugar de entristecerse, se encogió de hombros y salió a la calle, pues le gustaba alardear del poder y el control que proyectaba en los demás. A fin de cuentas, pensaba, ser poderoso es el sueño de todo el mundo.


Así, uno por uno, los otros cuatro vientos iban recorriendo la ciudad de Las Palmas, despidiendo y dando la bienvenida a las estaciones del año. Siempre con la misma fuerza y surtiendo los mismos efectos, repartiendo pecados por doquier: el conocido viento de la pereza, que sumía a todos los habitantes en un letargo extremo casi mortal; el tan temido viento de la ira, que enardecía las pasiones y desataba la violencia entre hombres, mujeres y niños provocando el caos total; el viento de la envidia, que corrompía las mentes y los corazones con le sensación de necesitar todo lo ajeno; y, el último pero no menos importante, el viento del orgullo, que convertía a los orgullosos en tiranos.


Los habitantes de la Ciudad eran conscientes de los curiosos y extraños vientos que recorrían sus calles una vez al año. Los sentían cuando aparecían, día y noche, los estudiaban en el colegio desde pequeños, aprendían a tenerles miedo y huirles y, aunque algunos intentaban resistirse, la mayoría terminaba sucumbiendo. Se habían convertido en una atracción turística para los más atrevidos e, incluso, científicos de otros países los utilizaban como sujetos en sus estudios de tal interesante fenómeno, donde la vida cotidiana y el destino de la ciudad parecían estar escogidos por los vientos que la recorrían.


Un día, sin embargo, algo inesperado ocurrió. Un viajero de la ciudad vecina con aspecto futurista llegó a la ciudad, un hombre excéntrico llamado Jorge, que traía consigo la reputación de ser claro, directo, fuerte e incorruptible. En su ciudad el efecto de los vientos pasaba inadvertido pese a estar situada al otro lado de la montaña del este. Al entrar a la ciudad se albergó en el hostal de la plaza dejando a su paso comentarios sobre el tiempo que tardaría en caer bajo los efectos de los siete vientos.


Jorge paseaba por la ciudad, sintiendo el peso de los vientos, notando cómo su cuerpo y su mente luchaban contra las tentaciones que se arremolinaban a su alrededor y notando las miradas de escepticismo de los habitantes a su paso.


Visitó a Julio, quien le ofreció todo tipo de joyas a cambio de favores carnales; pasó por el restaurante de Antonio, quien lo invitó a un banquete digno de cualquier rey y ante el cual nadie se hubiese resistido; y se acercó a la oficina de Santiago, quién intentó embaucarlo a participar en negocios turbios.


Pero, pese a la creencia de todos, Jorge resistió. No lo hacía por ser un superhéroe o poseer una fuerza de voluntad sobrehumana, sino por una simple razón: comprendía que los vientos formaban parte de la vida y existían sólo para demostrarle a los humanos que todos llevamos sombras dentro que debemos aprender a aceptar.


“Los pecados no vienen con los vientos, sino que viven en quienes los reciben y aceptan”, dijo a un grupo de habitantes que paseaban por la plaza. “El pecado solo tiene poder si se le otorga”.


Unos se rieron de él pero otros tomaron las palabras del viajero en serio y comenzaron a reflexionar sobre lo que acababa de decir preguntándose si, tal vez, los vientos que los rodeaban podía ser ignorados y, por tanto, resistidos.


Con el paso de los días, algo en la ciudad comenzó a cambiar. Julio encontró consuelo en lo simple dejando de lado sus deseos carnales; Antonio cerró su restaurante y abrió una pequeña pastelería donde vendía porciones pequeñas de pastel; y Santiago empezó a donar dinero a asociaciones benéficas aprendiendo que la bondad atrae más riqueza que la avaricia.


Los vientos siguieron soplando, pero eran cada vez menos fuertes. Los pecados siguieron existiendo pues forman parte de la naturaleza humana, pero ahora todos convivían con ellos y no se dejaban arrastrar al abismo de autodestrucción.


Jorge supo que, tras meses en Las Palmas, el momento de regresar a casa había llegado, así que partió sin saber si lo que había hecho tendría un efecto duradero. Aún así, partió feliz. Había plantado la semilla de la duda con respecto a los vientos y, si la seguían regando, habría paz en la vida de todos sus habitantes. Con él había nacido la esperanza de que el pecado, aunque poderoso, nunca sería más fuerte que la voluntad del ser humano.


Así Las Palmas continuó existiendo, al igual que sus vientos. Pero ahora ya habían aprendido a respirar aire puro y limpio entre tanto viento cargado de tempestades.

 


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