Cada primer domingo de mayo, cuando el cielo de Montaña Alta se llenaba de banderines de colores y el aire olía a potaje de jaramagos y gofio, los vecinos se preparaban para la fiesta grande: el Día del Queso.
Allí, frente a la plaza, vivía una niña llamada Sofía. Tenía nueve años, el pelo anaranjado y alborotado como los zarzales del camino, y unos ojos verdes como los helechos del barranco. Nadie lo decía en voz alta, pero todos lo sabían: ella era distinta.
Decían que por la noche escuchaba voces entre los vientos, que conocía el nombre de cada una de las cabras de los vecinos del pueblo y que podía saber si una quesera estaba triste con solo probar su queso. Su madre, Dominga, decía que tenía demasiada imaginación, pero en el pueblo, los viejos callaban y las viejas cruzaban los dedos cuando ella pasaba.
Aquel año, la fiesta llegó con más bullicio que nunca. Había guagua para los turistas que subían en busca de fotos, vídeos, queso y folklore; música, bailes y talleres para los más pequeños. Pero algo raro pasó ese mismo año: las cabras dejaron de dar leche. No todas, pero sí las más viejas, las que llevaban generaciones en el mismo lugar.
—Es brujería —decía uno.
—Es el tiempo, el cambio climático —decía otro.
—Son cosas de los de Gáldar que nos tienen manía —murmuraban las queseras.
Pero Sofía conocía la verdad.
Una tarde, mientras jugaba sola sentada en la puerta de su casa, se acercó paseando al campo de fútbol. Se sentó allí, en la mesa de madera, en silencio, y esperó. Entonces, una cabra, la más vieja del pueblo, una de las de Narciso, se le acercó.
—No es que no queramos dar leche—le susurró la cabra con voz ronca—. Es que nos falta una cosa.
—¿El qué? —preguntó ella.
La cabra ladeó la cabeza y señaló, con un leve gesto de orejas, hacia el monte.
Esa noche, Sofía se escabulló de casa y subió sola por la loma. Llevaba una cesta pequeña, una manta y una ramita de albahaca. Buscaba algo sin saber muy bien el qué, hasta que, justo antes del amanecer, encontró una roca tallada a mano, oculta entre un montón de tuneras. Era una especie de altar antiguo, cubierto de líquenes.
Recordó lo que le contaba su abuela: que en tiempos antiguos, las queseras dejaban una ofrenda a la montaña antes de la fiesta. Una tradición olvidada ya, borrada por el uso de los móviles y las redes sociales.
Sofía colocó sobre la piedra un trozo de pan, un poquito de queso y la ramita de albahaca. Luego, cerró los ojos.
—Que la montaña recuerde y la leche vuelva a fluir —susurró.
Al día siguiente, el milagro ocurrió: las cabras volvieron a dar leche. Los calderos se llenaron y las queseras lloraban de alegría viendo rebosar sus moldes.
Nadie supo por qué había ocurrido ni cómo. Pero algunos juraron haber visto a Sofía caminando hacia el risco seguida de la vieja cabra de Don Narciso.
Desde entonces, cada año, antes de comenzar la fiesta, alguien —nadie sabe quién— deja una pequeña ofrenda en lo alto del risco. Una ramita de albahaca, un trocito de queso y unas rodajas de pan.
Por si acaso.
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