Cuando despertó, estaba sola en la cueva, pero el altar había cambiado. Ahora brillaba con un resplandor tenue, y sobre él reposaba un colgante de plata en forma de luna creciente. Elena lo tomó, sabiendo que era suyo, y sintió que una conexión profunda se establecía entre ella y sus ancestras.
Desde esa noche, las pesadillas cesaron, pero las sombras nunca la abandonaron del todo. Aprendió a aceptar su legado, a usar el poder que corría por sus venas para protegerse y para buscar justicia en un mundo que aún cargaba con las cicatrices del pasado.
Y en las noches de luna llena, si alguien se aventuraba por el barranco de Tara, juraban escuchar risas femeninas y cánticos que venían desde las profundidades de las cuevas. Las brujas de Tara, decían los más supersticiosos, habían vuelto. Y esta vez, no serían quemadas.
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