04 agosto 2025

La chica del puesto de flores - Publicado en Infonorte digital el 25 de Junio de 2025




Regresó a su pueblo, Gáldar, con los zapatos desgastados de tantas ciudades ajenas y el corazón cansado y vacío da tanta soledad, tanto como su maleta. Era jueves por la mañana, la calle larga bullía de vida y en los puestos de vendedores ambulantes ya rodeaban la plaza. Flores, terrazas llenas de gente, olor a pan y niños corriendo en el parque...¡qué bien se sentía volver a estar en casa!

Jonay no había vuelto desde que se marchó a estudiar a Montreal. Años después, y con la excusa de vender la antigua casa familiar, decidió hacer lo que tanto tiempo llevaba esperando: volver para quedarse. 

Admiraba la iglesia desde un lateral de la plaza cuando la vio. Entre margaritas y tulipanes, en un pequeño puesto situado calle arriba, una hermosa joven colocaba flores en una palangana. Llevaba el pelo recogido en una trenza dejando la cara despejaba y, en su mirada serena, se apreciaba lo mucho que disfrutaba haciendo lo que hacía. Aquel vestido verde era tan bonito y le quedaba tan bien que no podía apartar la vista de ella. 

—¿Rosas o claveles? —le preguntó ella.

—No lo sé —respondió él, más por sorpresa que por indecisión. 

Llevaba parado frente a ella hacía ya unos minutos simulando admirar las flores cuando lo que hacía era admirarla a ella. Y entonces se acordó. Sintió que el corazón se le partía en pedazos y los recuerdos invadían su mente. 

—¿Jonay?

—¿Lucía?

Ella sonrió con la misma sonrisa que recordaba de los recreos en el colegio, de las verbenas de verano, de las promesas que nunca se dijeron en voz alta pero que ambos llevaban tan adentro. 

—No me lo puedo creer. Has vuelto.

—Sí, pero solo por unos días —mintió, aunque en realidad ya no estaba tan seguro. 

Cómo no la había reconocido antes. Pasaron media hora hablando, contándose tantos años de vida resumidos en trocitos, alardeando de lo bueno y obviando todo lo malo: el dolor, la soledad, el sufrimiento, la añoranza... como quien ofrece caramelos y coge solo uno aun queriéndolos coger todos. 

Le preguntó dónde tenía la floristería y al día siguiente se acercó a verla con la excusa de comprar comprar un ramo. Al otro, solo pasó a contarle lo bien que le sentó el ramo a la persona que se lo había regalado, aunque no había sido para nadie. Y al siguiente, le llevó café.

Gáldar empezó a transformarse ante sus ojos. Ya no era el pueblo donde se crió de niño, ni el sitio que creía haber superado después de tantos traumas personales. Era el lugar donde los días transcurrían despacio en charlas bajo el sol, en paseos por el muelle de Sardina y en silencios compartidos con ella, sentados en la terraza del Hotel Agáldar compartiendo un café. 

Una tarde, mientras cerraban la terraza invitándolos a marcharse, Jonay le dijo:

—¿Te acuerdas cuando querías plantar un jardín en la azotea del instituto?

—Y tú te reíste de mí —dijo ella, fingiendo ofensa.

—Me reí porque no sabía cómo decirte que te ayudaba encantado.

Lucía lo miró como si lo estuviera descubriendo de nuevo. Luego, sin prisa, le ofreció su mano.

—Entonces... ¿me ayudas?.

Él entrelazó sus dedos con los suyos, consciente de que aquello ya no se trataba de un antojo de instituto, sino una invitación.

A quedarse.
A empezar.
A volver a creer.


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