Como cada tarde, sin excepción, ella se sentaba en el mismo banco de la avenida, mirando al mar. Nadie la conocía, no sabían su nombre ni de dónde venía. Lloviera, o hiciera sol, ella siempre venía y ocupaba el mismo sitio durante horas.
Al principio, era sólo una persona más que disfrutaba del paisaje: una mujer de unos 70 años, con el cabello canoso recogido en un moño y los ojos clavados en el horizonte. Los demás pasaban junto a ella sin mirarla, absorta en sus prisas y en sus móviles.
Pero con el paso de los días, algunos de los habituales del lugar, comenzaron a reparar en ella, en su quietud, en su rostro, en la forma en que sostenía entre sus manos aquella foto desgastada. No hablaba con nadie y tampoco sonreía. Sólo miraba fijamente el vaivén de las olas chocando con las rocas del muelle, como si estuviera esperando algo...o a alguien.
Los rumores no tardaron en aparecer y en hacerse cada vez más grandes. Algunos decían que esperaba a un amor del pasado, otros que simplemente estaba loca. Pero lo cierto era que en su mente sólo existía un recuerdo: una historia antigua, un adiós que nunca llegó a darse y que aún hoy esperaba.
Una tarde, la mujer no volvió. El banco se quedó vacío, abandonado en medio del paseo, sin que nadie se atreviese a sentarse. Hasta que un día, una nota apareció en su lugar. Decía, con letra temblorosa:
“Gracias por compartir mi silencio.”
Desde entonces, aquel banco nunca volvió a quedarse vacío. Siempre lo decoraban flores frescas, mensajes anónimos, candados con fechas o corazones, pequeños homenajes a una mujer desconocida que, sin decir una sola palabra, había dejado un huella profunda en los corazones de todos.
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