Nadie en el pueblo conocía su verdadero nombre. La llamaban Flora, como si hubiese nacido del mismo corazón del bosque, como si los pétalos que adornaban su cabello no formaran parte de un decorado, sino de su propio cabello. Decían que hablaba con los pájaros, que las mariposas danzaban a su paso y que, si mirabas fijamente sus ojos, podías ver la primavera, incluso en pleno invierno.
Flora vivía en una casita pequeña junto a la fuente. Cada mañana, al alba, recogía flores de su jardín y las trenzaba en su melena. No por belleza —que de sobra tenía—, sino por ritual. Cada flor, cada color, tenía un propósito.
Aquella mañana del equinoccio, sin embargo, fue distinta.
El cielo despertó con una calma extraña, la típica que antecede a la tormenta. Los pájaros no cantaban y las flores parecían mustias. Flora lo supo al instante: ese día marcaría un antes y un después.
Mientras colocaba claveles, lirios y margaritas en su cabello, sintió una brisa fría acariciar su cuello. Cerró los ojos y dijo: “hoy viene.”
Y así fue.
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