Cada noche, a la misma hora, alguien llamaba tres veces a la puerta de madera de la entrada principal de la casa. Tres, a veces suaves, a veces fuertes y sonoros, pero siempre tres.
Lucía, escondida tras las cortinas del salón de la primera planta, contenía la respiración mientras escuchaba el chirriar del pomo de la puerta. Sonaban los golpes de la puerta, el pomo giraba lentamente varias veces, pero nunca había nadie.
El día que se mudó, muchas de las mujeres del pueblo se acercaron a ella para contarle historias sobre la casa: fantasmas, advertencias, castigos antiguos, voces… Pero a ella todo eso le daba igual. A muy temprana edad, tras sufrir un accidente de tráfico por el que estuvo varios días en coma, empezó a notar todos los seres que nos acompañan día a día desde el más allá, por lo que ya se había acostumbrado. Además, ella ya sabía qué o quién se divertía llamando a la puerta cada noche. Era alguien que llevaba esperándola mucho tiempo, desde antes de que ella naciera incluso.
Una noche, en lugar de esperar tras la ventana a que hiciera algo diferente, se decidió adelantarse y abrir la puerta entre el primer y el segundo golpe. Pero, tal y como se temía, al otro lado no había nadie. No estaba preparado para dejarse ver. Pero, al girarse para volver adentro, vio un pequeño trozo de espejo roto en el suelo.
Lo cogió, le limpió la suciedad y se miró. Allí estaba él, Leonardo, su tatarabuelo, acusado injustamente de asesinar a cura del pueblo. Tenía los ojos llenos de lágrimas y una hermosa sonrisa en la cara, orgulloso de verla.
“Ya estoy aquí, Yayo. Puedes irte y descansar en paz. He venido para quedarme, cuidar de tu legado y limpiar el nombre de nuestra familia”.
Nunca más volvieron los golpes, ni el chirriar del pomo y, con el paso del tiempo, cesaron las historias y la casa volvió a resplandecer, tal y como lo había hecho mucho tiempo atrás.
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