26 mayo 2025

Donde el alma florece - Relato publicado en Magazine Norte GC el 21/05/2025

Donde el alma florece

Olga Valiente







La luz del sol se filtraba entre las hojas, bañando de dorado los rincones del planeta. Los árboles susurraban secretos al viento, mientras las flores, siempre atentas, abrían sus pétalos para escuchar. Allí, en el corazón de aquel bosque mágico, estaba ella.


Aina, con sus treinta años, llevaba en su mirada la chispa indomable de la infancia. Desde pequeña, había sentido una conexión especial con la naturaleza. Decía que los árboles hablaban, que las flores tenían nombres, y que las mariposas llevaban mensajes si uno sabía escuchar. Nadie le prestó atención. Creció entre risas escépticas, pero nunca dejó de ver el mundo con asombro.


Su vida siguió el camino esperado: estudios, trabajo, una ciudad que la atrapaba en rutinas. Pero un día, sin razón aparente, se despertó y comprendió que debía volver. Volver al lugar que solo había visitado en su imaginación. Regresar a aquel claro del bosque que solo su alma conocía.


Llegó con una mochila y sin planes. Y fue allí, en ese instante suspendido entre el canto de los pájaros y el aroma de las flores silvestres, cuando entendió que el tiempo no era lineal. Todo lo que fue, lo que podría ser y lo que ya no contaba, se unía en ese lugar justo donde estaba.


Llevaba un vestido sencillo de color mostaza que se fundía con el suelo y el sol. Su trenza, larga y robusta, era como una raíz que la conectaba con el pasado. Entrecerró los ojos y sonrió. En su interior, escuchaba una voz suave: “Has vuelto. Por fin.”

El Faro Apagado - Relato publicado en Infonorte Digital el 21/05/2025

El faro apagado

Olga Valiente





Como cada noche, desde que murió mi abuelo en alta mar, el faro seguía encendiéndose solo.

En el pueblo se decía que era el viento, la sal acumulada o una parte del viejo mecanismo que se había oxidado por el paso de los años. Pero yo sabía la verdad.

Mi abuelo vivió allí toda su vida, desde que sus padres llegaron al pueblo sin nada que comer y sin un centavo en los bolsillos. El antiguo farero les dio cobijo, enseñándoles todo lo que sabía y convirtiéndoles en la siguiente generación de fareros. 

Desde que se fue, nadie ha vuelto a vivir allí. Puede que por lejanía o, tal vez, por las historias tenebrosas que de él se cuentan, pero, lo cierto es que sigue vacío. Y ahora no solo alumbra en las noches en las que la tormenta amenaza a los barcos, sino que aportaba luz a las noches tristes en las que mi abuela lloraba en el puerto, mirando al horizonte, esperando respuestas de quién ya no volvería.

Dos años duró aquella luz, aquellos destellos que el faro, y mi abuelo, enviaban en forma de señal, de mensaje de amor hacia los suyos. 

Hasta que una madrugada no brilló más. Justo cuando la abuela no volvió a abrir los ojos.

Desde entonces, cuando el viento sopla fuerte y las olas chocan enfurecidas contra las rocas, si te acercas al acantilado, puedes ver dos luces bailando juntas sobre el mar. Estrellas, según el pueblo; milagros, bajo mis ojos, promesas de que el amor perdura más allá de la vida. 

18 mayo 2025

El visitante - relato publicado en Infonorte digital el 14 de mayo 2025





Cada noche, a la misma hora, alguien llamaba tres veces a la puerta de madera de la entrada principal de la casa. Tres, a veces suaves, a veces fuertes y sonoros, pero siempre tres. 


Lucía, escondida tras las cortinas del salón de la primera planta, contenía la respiración mientras escuchaba el chirriar del pomo de la puerta. Sonaban los golpes de la puerta, el pomo giraba lentamente varias veces, pero nunca había nadie. 


El día que se mudó, muchas de las mujeres del pueblo se acercaron a ella para contarle historias sobre la casa: fantasmas, advertencias, castigos antiguos, voces… Pero a ella todo eso le daba igual. A muy temprana edad, tras sufrir un accidente de tráfico por el que estuvo varios días en coma, empezó a notar todos los seres que nos acompañan día a día desde el más allá, por lo que ya se había acostumbrado. Además, ella ya sabía qué o quién se divertía llamando a la puerta cada noche. Era alguien que llevaba esperándola mucho tiempo, desde antes de que ella naciera incluso. 


Una noche, en lugar de esperar tras la ventana a que hiciera algo diferente, se decidió adelantarse y abrir la puerta entre el primer y el segundo golpe. Pero, tal y como se temía, al otro lado no había nadie. No estaba preparado para dejarse ver. Pero, al girarse para volver adentro, vio un pequeño trozo de espejo roto en el suelo. 


Lo cogió, le limpió la suciedad y se miró. Allí estaba él, Leonardo, su tatarabuelo, acusado injustamente de asesinar a cura del pueblo. Tenía los ojos llenos de lágrimas y una hermosa sonrisa en la cara, orgulloso de verla.


“Ya estoy aquí, Yayo. Puedes irte y descansar en paz. He venido para quedarme, cuidar de tu legado y limpiar el nombre de nuestra familia”.


Nunca más volvieron los golpes, ni el chirriar del pomo y, con el paso del tiempo, cesaron las historias y la casa volvió a resplandecer, tal y como lo había hecho mucho tiempo atrás.











La última llave - publicado en Infonorte Digital el 7 de mayo 2025

 



Desde que Alberto nos dejó, revivo el mismo sueño cada noche. 

Dejo que termine de caer el sol, sentada en mi sillón de lectura, con la cabeza hacia atrás, mirando a través de la ventana. Cuando el pueblo se sumerge de lleno en la oscuridad, me calzo las botas y salgo al jardín. Me agacho junto al viejo limonero, que todavía sigue en pie, y remuevo las piedras en busca de alguna pista que me indique que no nos dejó solos, que sigue aquí, con nosotros. 

Sé que aún estoy en shock tras la noticia de su muerte, que no he podido recuperarme del todo pese a la medicación, pese a la terapia...pero es que, lo era todo para mí. 

Y ahora, aquí estoy, quemando el último cartucho. Haciendo caso a ese sueño tan extraño aunque en el fondo crea que es sólo eso: un sueño. 

Parece que va a llover así que debo apresurarme. Me acerco al limonero, me agacho y comienzo por la base de su tronco. Poco a poco, piedra a piedra.

“¡Vaya estupidez!”

Pero...sí que hay algo. Enterrada a unos pocos centímetros de la superficie encuentro una llave diminuta, oxidada y tibia, como si alguien acabara de dejarla ahí. No sé qué hace aquí ni quién ha podido dejarla, pero, estoy convencida de que no es una simple casualidad. 

Es demasiado antigua como para ser de algún lugar de nuestra casa y no recuerdo haber visto alguna puerta que no sea de esta época. La aprieto fuerte con las manos y me la llevo al pecho, preguntándome de si es suya. Si él la ha puesto ahí. Si, de casualidad, el sueño que me visita cada noche tiene algo que ver. 

Y de pronto, lo siento. Noto como mi pecho se expande, dejando entrar el aire que hasta ahora no quería llenar mis pulmones, manteniéndome siempre con la respiración a medias. Algo en mi interior se abre, se desbloquea, y trae a mi mente aquellos recuerdos ya olvidados: sus abrazos, sus declaraciones de amor al oído, sus labios tan cálidos.

Y lo comprendo. Justo en ese momento, bajo aquel viejo limonero, me doy cuenta de que no debo seguir esperándolo, pues él ya no está en esta vida y fuera no podré obtener las respuestas que necesito. Tengo que parar y aceptar la verdad. 

Ya no lo veré entrar contento cada mañana a despertarme, ni me preparará ya más el café. Tampoco veré cómo su sonrisa ilumina mis días grises ni pasearé con él de la mano junto al río. Pero sí que seguirá conmigo, en mi corazón, en mi alma. Porque el amor traspasa fronteras cuando se vive desde la distancia, y vidas cuando se pacta pertenecer uno al lado del otro siempre. 










Tres mujeres y una cafetera - publicado en Infonorte digital el 30 abril 2025




Cada mañana en la oficina el café era casi tan importante como fichar. La rutina consistía en llegar, soltar el bolso, fichar, abrir el correo, suspirar diciendo “me cago en la madre del cangrejo amarillo” e ir a por el primer café del día. Y digo primero porque suelen caer unos cuantos, nunca uno solo. 

Pero aquel día era lunes, y como todos los lunes del mundo, el cuerpo aún necesitaba tiempo para coger el ritmo, lo mismo que el resto de aparatos de la oficina: los ordenadores tardaban en encender, la wifi no tenía prisa y la cafetera se declaró en huelga. 

Yaiza, María y Molly, compañeras desde hacía años ya en la oficina, se miraron preocupadas. Sin su ya habitual dosis de cafeína no podrían, ni siquiera, cambiar la cara de pocas ganas con la que habían llegado. Y encima el día, se les haría eterno. Menos mal que, a último remedio, podría bajar a por café a la cafetería del guapo de John. 

—No puede ser —dijo Yaiza, dándole golpecitos a la tapa—. ¡El viernesfuncionaba!

—A ver, déjame a mí —intervino María, siempre optimista—. Eso es que hay que formatearla de nuevo.

Se agachó para inspeccionar la cafeteracomo si tuviera el curso demantenimiento de nespressoprofesional.

Molly, mientras tanto, se acercó a su mesa a mirar cuánto trabajo tenían hoy y si tenían o no reunión con Elena. 

—Cónchale, ¡mi lata de piña! —exclamó—. Se me olvidó sacarla del bolso. 

María y Yaiza seguían inmersas en la búsqueda del manual de reparación de la dichosa cafetera que, ahora, sí que funcionaba pero servía un café corto si apretabas el botón del largo y viceversa. Tras unos minutos de risas, y varios intentos fallidos de servirse algo en condiciones, encontraron un manual: “Cómo arreglar la nespressoy no morir en el intento”

—Eso es que no somos las únicas a las que le ha pasado —dijo Yaiza en tono sarcástico. 

Animadas, siguieron las instrucciones: primero desenchufarla, luego pulsar los dos botones a la vez... Luego, sin saber muy bien cómo, Maríatocó algo que provocó que la cafeterasoltara un fuerte chorro de agua caliente¡directo a Margarita que estaba justo entrando por la puerta corre corre porque llegaba tarde!

—¡Dios Santo! —gritó Margarita empapada, mientras los demás de la oficinareíana carcajadas.

Lo que no esperaban era que, justo en ese momento pasara el jefe, el señor Martinez. Al ver el panorama —una compañera empapada, otra riéndose apoyada en la mesa, otros de pie junto a sus mesasy la nespressopitando sin parar—, solo dijo, con una ceja levantada:

—¿Os estáis entrenando para el Grand Prixo es que trajeron comida y no me han dicho nada?

Al final, llamaron a mantenimiento, que tardó dos minutos en solucionar el problema: ¡solo había que rellenar el depósito de agua!

Desde aquel día, Yaiza y Maríase ganaron el apodo de “el equipo de rescate cafetero”. Y cada vez que la máquina pita, toda la oficina estallaba en carcajadas recordando el momento.




Secretos - Publicado en Magazine Norte Gran canaria el 31 de julio de 2025

Como cada noche, Lucía se encerró en su cuarto para leer el libro, ese donde las palabras parecían cobrar vida bajo la tenue luz de su lámpa...