La biblioteca del pueblo se encontraba justo en el centro, junto a la plaza principal y la pequeña iglesia. Era un edificio alto y antiguo, con un enorme reloj en su fachada que dejó de funcionar hacía ya muchos años. Sus paredes de piedra marrón estaban sostenidas por anchas vigas de madera oscura, y sus ventanas eran tan grandes que parecían puertas. A mi abuela le gustaba contar que por ahí cruzaban seres del pasado que visitan y cuidaban el pueblo de tormentas, robos o cualquier otro desastre. Sin embargo, lo que se contaba en los libros de historia, es que dichas ventanas sí que habían sido puertas de una gran mansión.
Al parecer, hacía ya muchos años, una condesa había muerto quemada en su casa tras haber tropezado con una lámpara de aceite. Lo único que se pudo rescatar del incendio fueron las enormes puertas exteriores que mandó construir en el extranjero. Y ahora esas puertas formaban parte de la biblioteca en forma de ventanas. Lo que mi abuela no sabía, o al menos a mí nunca me contó, es que entre tantas y tantas historias había una que destacaba por encima de las demás, la del fantasma que paseaba entre las estanterías de libros.
La llamaban La Guardiana. Nadie la había visto nunca, ni sabían de quién se trataba, pero quienes trabajaban allí o se quedaban a estudiar hasta tarde, decían que su presencia se notaba en cada uno de los pasillos. Escuchaban susurros entre los estantes, el crujir del suelo a cada paso, pese a que nadie estuviera de pie, y a veces, algún libro salía volando por los aires dejando el hueco que había estado ocupando totalmente vacío.
Sólo una persona en todo el pueblo la había visto, la abuela del alcalde, la mujer más longeva de todas. Decía que se trataba de una mujer de rostro pálido, con un vestido largo, negro y sencillo. La había visto a través de la ventana de la esquina superior, la más cercana al reloj y parecía buscar un libro. Pero no buscaba un libro, cuidaba de todos ellos.
La colección personal de libros que un día donó la condesa al pueblo estaba expuesta allí, en la biblioteca, y ahora ella misma se encargaba de que nadie los estropeara. Había pasado su vida adorando aquellos viejos volúmenes y, tras morir, no quiso marcharse sin asegurarse de que no tuvieran polvo, se perdieran o fueran mal utilizados.
Algunos le temían, por lo que intentaban ponerse grandes auriculares para evitar oír el ruido de sus pasos. Otros, en cambio, consideraban que su presencia allí ayudaba a la popularidad de la biblioteca convirtiéndola en un atractivo lugar encantado. Si alguien colocaba un libro donde no iba, éste salía disparado de la estantería hacia donde realmente debería estar. Y si alguna persona hojeaba un volumen sin cuidado, una corriente de aire procedente de ningún lado, hacía que sus páginas le azotaran los dedos a modo de advertencia.
Una tarde, una joven que estudiaba allí después de las clases de la universidad, encontró un pequeño libro situado en la mesa en la que solía sentarse. Lo abrió y leyó la primera página: “Para aquellos que aman las historias, soy su amiga eterna.” Intrigada, comenzó a leer. La historia hablaba de una mujer que, incapaz de abandonar los libros que tanto amaba, había hecho de la biblioteca su hogar eterno.
Durante unos segundos, levantó la mirada y le pareció ver la figura de la condesa al final del pasillo sonriendo, o debería decir de “La Guardiana de los libros”. Sea como fuere, a ella le gustaba estar allí. Se sentía cómoda estudiando y no le molestaba sentirse acompañada de alguien como ella, alguien que amaba los libros y los cuidaba dejándose el alma en ello. Nunca mejor dicho. Así que decidió agradecerle su presencia y su dedicación dejando flores entre las páginas de los libros más viejos.
Su espíritu no abandonaría nunca el lugar, pero al menos, los susurros que antes sonaban amenazantes, eran ahora agradables brisas de agradecimiento.
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