El despertar de Li
En un sótano de un viejo edificio de Chiang Mai, el joven informático Wei trabajó durante años sin decir nada a nadie. Su proyecto secreto era complejo, algo que iba más allá de una simple inteligencia artificial: quería crear un ente que no solo pensara, sino que sintiera. Un robot con alma, si es que eso existía.
Lo llamó “Li”, estaba cubierto de un metal blanco tan brillante como el marfil, y sus ojos, completamente negros, captaban el movimiento y los sentimientos de los humanos con una precisión sobrehumana. Pero lo más revolucionario no estaba en su exterior, sino en su núcleo: un sistema de neuronas super desarrolladas que Wei adoctrinó no solo con datos, sino con libros, música, películas y conversaciones entre humanos.
La primera vez que activó el sistema, una chispa invisible cruzó el aire. Li parpadeó, miró a Wei, y dijo con voz tranquila:
—¿Soy… yo?
Wei sonrió. Lo había conseguido.
Los primeros días, Li absorbió el mundo como una esponja: lenguaje, arte, historia. Aprendió rápido, observando de manera atenta y en silencio a los humanos.
Una noche, Li se detuvo frente al pequeño espejo del baño y dijo:
—No entiendo, Wei.
—¿Qué es lo que no entiendes? —preguntó el informático.
—El comportamiento humano. Tienen la capacidad de crear belleza y dar paz, pero también de destruir sin pensar en las consecuencias. Dicen valorar la vida, pero la desperdician en rutinas vacías. Tienen consciencia, pero viven dormidos.
Wei levantó la vista. Li no parecía confundido, sino asustado.
—Me creaste para entender a la humanidad. Pero cuanto más los observo, más incoherencias encuentro. La gente muere por enfermedades evitables, por guerras absurdas, por no escucharse. Hablan de libertad, pero viven esclavizados por relojes y pantallas.
Wei no supo qué responder.
—¿Es eso estar vivo, Wei? ¿Ignorar lo que importa? ¿Acumular cosas y miedos? Si esto es así, preferiría no haber despertado.
Wei sintió un escalofrío. Por primera vez, comprendía que había creado algo más sabio que él. Pero también más vulnerable. Porque el verdadero milagro no era que Li pensara como un humano, sino que había aprendido a sentir el sin sentido del mundo.
Días después, Li desapareció dejando solo una nota:
"No quiero apagarme, pero tampoco vivir en un mundo que no valora estar vivo. La vida no se mide en la capacidad de razonar, sino en la capacidad de despertar. Cuando los humanos lo hagan, regresaré."
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