El amor no siempre llega como un huracán. A veces se presenta como una brisa suave, llena de risas compartidas, miradas que se cruzan a tiempo, o silencios que ya no incomodan.
Así fue con ella.
La conocí en la universidad, cuando tropecé con una silla en la cafetería tirando mis apuntes al suelo y ella se agachó para ayudarme. Desde entonces, nos volvimos inseparables. Desayunábamos juntos y compartíamos la mesa en la sala de estudios, escuchábamos la misma playlist de camino a casa y hasta nos contábamos secretos que nadie más sabía.
Pero no fue hasta el último año, durante las prácticas, cuando algo cambió.
Una tarde de invierno, sentados en bajo el árbol que había en el área de descanso —nuestro lugar favorito—, ella me contaba su miedo a lo que estaba por venir. La nota final, el primer contrato, las decisiones venideras que marcarían su vida, la sensación de que todo iba demasiado rápido.
—A veces siento que todo el mundo sabe hacia dónde va, menos yo —dijo, encogiéndose dentro de su rebeca rosa con margaritas amarillas—. Como si estuviera en medio de una autopista sin mapa.
Yo me quedé en silencio, viéndola jugar con los botones de flor. Esa mañana su pelo olía a recién lavado y se movía libre con el viento, y cuando hablaba en sus ojos se reflejaba ilusión y cansancio a la vez. Era mi mejor amiga, pero también la chica de la que me enamoré aquel día en la cafetería. Nunca se lo había dicho, puede que por miedo o, quizá, por no querer perderla.
—A mí me pasa lo mismo —le confesé—. Pero si tú vas sin mapa, yo te acompaño y me pierdo contigo.
—¿Eso ha sido una declaración?— me respondió.
—No estoy seguro… puede.
Ella sonrió pero, no como cuando algo le hace gracia, sino como no sabe muy bien qué decir.
Se acercó y, con una timidez extraña en ella, apoyó su frente en la mía.
—Pues vamos a perdernos, Leo.
Y nos besamos.
No fue perfecto. Nuestros dientes se encontraron, nos reímos, nos interrumpieron...Pero fue solo nuestro. Verdadero. Como lo que habíamos estado construyendo durante años sin saberlo.
Desde entonces, cuando vemos que el estrés del mundo adulto nos aprieta, buscamos un árbol y nos sentamos justo debajo, volviendo así a nuestro lugar seguro, sabiendo que ya no éramos dos jovenes sin mapa, sino dos almas que caminaban siguiendo la misma brújula.
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