Dunia siempre se despertaba a las 5:00 am, cuando el sol aún no había salido y los gallos del vecino
comenzaban a cantar. Le gustaba sentarse unos minutos al borde de la cama y escribir lo que había
soñado esa noche en su viejo cuaderno de hojas recicladas. Soñaba con ser maestra en el colegio del
pueblo y contar a los niños lo que solía escribir.
Cuando llovía, le gustaba asomarse a la ventana de su habitación desde la que veía el patio del colegio
e imaginar que ella era la profesora que estaba dando clase en el segundo piso: aquellos pupitres viejos y
pequeños, los pizarrones llenos de tia, los cuadernos abiertos esperando a ser dibujados y los niños
sonriendo ante sus locas historias.
Ella los enseñaría con amor y paciencia, tal y como lo había hecho su señorita de infantil doña Elvira.
Por la tarde, cuando sus primos venían a casa mientras los tíos trabajaban en la granja junto a papá. solía
imaginar que era la profesora y ellos los alumnos, practicando con ellos lo que haría con sus alumnos
cuando guera mayor. Qué feliz sería si pudiese lograr que todos aprendiesen a leer, a sumar, a restar...
Con el pasar de los años, puso todo su empeño en llegar a la universidad; se esforzó en cada clase y en
cada examen y se presentó una y otra vez como voluntaria ante el director del colegio situado junto a la
casa en la que pasó la infancia. Y con el tiempo, aquella promesa que una vez se hizo a sí misma, se hizo
realidad, convirtiéndose en la profesora de infantil de la escuela más bonita del mundo: la suya.
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