El cielo estrellado lucía como un manto de plata la noche en la que el consejo de sabios se reunía por última vez a los pies de la Montaña sagrada. En el centro, colocado cobre una enorme piedra a modo de pedestal, se encontraba el anciano guanarteme Tenesor Semidán. Esa noche era el encargado de llevar las riendas de la reunión y todos esperaban ansiosos lo que tenía que decir.
Los doce guaires que lo rodeaban discutían en voz baja sobre las últimas decisiones que se tomaron. “Esta vez si aceptamos seguiremos vivos, pero dejaremos de ser quienes somos”, dijo Artemi, el más longevo de los doce guaires, con tono de derrota.
Desde que era pequeño, Tenesor amaba la ciudad que lo vio nacer, Agáldar. Le gustaba el bullicio de la gente, los ritos que se llevaban a cabo antes de recoger la cosecha, la fortaleza de los hombres y la dedicación de las mujeres. Y haría todo lo que fuera por defenderla.
Esa noche, allí de pie, había fuego en sus ojos, pero también miedo. Sabía que la sombra de la conquista avanzaba desde la costa y ya casi les rozaba los pies. “Esto no se acaba aquí”, dijo por fin. “Si guardamos en nuestra memoria quienes somos, nuestras costumbres y tradiciones, las canciones que hablan de nosotros, entonces seguiremos existiendo para siempre pues, nunca seremos olvidados. Y no importa que nuestra ciudad o nuestros muros cambien”
Al amanecer, tras un largo consejo de sabios y bajo los primeros rayos de sol que teñían el basalto de la ciudad, Tenesor firmó la Carta de Calatayud con los emisarios de Castilla, un acuerdo en el que se garantizaba la libertad de los isleños.
“Que nuestras raíces sean fuertes, porque las ramas siempre buscarán la luz, sin importar cuantas veces caigan las hojas”, pronunció por última vez bajo el Drago.
Con el tiempo Agáldar se transformó en la Villa de Santiago de los Caballeros, quedando grabadas, en todos los descendientes de los guaires, las historias de los primeros habitantes de la ciudad.
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