02 julio 2025

La noche de los deseos - Relato publicado en Magazine Norte GC el 23 de junio de 2025

La hoguera de los deseos

Olga Valiente





Decían los antiguos que la noche de San Juan no pertenece al calendario. Que es un hueco en el tiempo, un suspiro entre dos estaciones, donde todo lo imposible se vuelve probable y lo invisible, palpable.

Yair lo sabía. Lo había escuchado desde niño, entre susurros de mujeres mayores que hablaban de Litha, el solsticio, la noche donde el velo entre mundos se afinaba como una membrana húmeda de mar.

Ese 23 de junio, el cielo sobre Las Canteras ardía en tonos naranjas y violetas. Las hogueras empezaban a alzarse como lenguas de fuego en la arena, y la marea traía el eco de tambores y risas. Pero él caminaba solo, con un papel doblado entre los dedos: una petición, una promesa o tal vez un grito de auxilio.

Había leído sobre rituales antiguos: flores en el pelo, saltos sobre llamas, baños en el mar a medianoche. Pero esta vez no buscaba un espectáculo. Buscaba respuestas.

—¿Vas a saltarla o a hablarle? —le preguntó una voz.

Se volvió. Una mujer de unos treinta, ojos verdes y cabello trenzado con hierbas de ruda y lavanda, lo observaba con una sonrisa traviesa.

—¿Hablarle a quién? —preguntó, medio desconcertado.

—A la hoguera. Esta noche escucha. No es fuego común. Es fuego viejo. —Ella se agachó y arrojó algo: una ramita de laurel, un papel doblado como el suyo, y una piedra negra. Luego murmuró algo en una lengua que no era español—. Estoy celebrando Litha —dijo—. La energía del sol, el poder del renacimiento.

Él dudó. Pero se arrodilló también. Respiró hondo. Cerró los ojos. Y lanzó su papel al fuego.

“Quiero encontrarme”, había escrito. No era mucho, pero era verdad.

La llama pareció estirarse, como si reconociera el peso del deseo. Una ráfaga de aire cálido lo envolvió, y durante un instante, todo el ruido se desvaneció: el mar, la música, la gente. Solo quedaba el crujido del fuego y el sonido de su propia respiración.

—Ya está —susurró la mujer—. El sol te ha escuchado. Esta noche los deseos no se piden, se siembran. Lo que crezca dependerá de ti.

Luego se fue caminando descalza hacia la orilla, donde otros encendían velas flotantes que bailaban sobre las olas.

Yair se quedó unos segundos más. Miró sus manos vacías y sonrió. Algo en su interior se había alineado. No era magia de espectáculo. Era algo más sutil, más íntimo.

Mientras caminaba hacia el mar, dejó atrás la sombra de quien había sido.
Esa noche, entre fuego y sal, empezó a encontrarse.


El susurro del gofio - Relato publicado en Magazine Norte GC el 13 de junio de 2025

El susurro del gofio

Olga Valiente








Esa mañana todo Guía olía a tierra mojada, a queso curado, a gofio tostado. El cielo, completamente encapotado, apenas dejaba pasar la luz entre los tejados de las casas del casco antiguo. El silencio, típico de aquellas horas, solo lo interrumpía el murmullo de los feligreses en la iglesia.

La inspectora Adara San Martín, recién trasladada al norte de Gran Canaria desde su comisaría en Madrid, aún no se acostumbraba a la quietud de aquel pueblo que parecía detenido en el tiempo. Ella venía de una ciudad llena de ruido, gente, sirenas y humo. Allí, el crimen era un grito. Aquí, un susurro. 

—Nos acaban de informar de que José Luján Pérez ha desaparecido  —dijo el subinspector Molina—. La última vez que desapareció alguien del pueblo fue hace más de veinticinco años. 

—¿Cuánto tiempo lleva desaparecido?

—Tres días. Es un escultor muy famoso de la zona. Vive solo. Un vecino echó de menos la música que solía poner cada tarde para trabajar y fue a buscarlo. La puerta estaba cerrada, había cigarro encendido, pero ni rastro de él.

Adara se ajustó la corbata. Algo no le cuadraba. En los pueblos pequeños, la gente desaparece sólo por dos razones: porque quiere… o porque alguien más quiere que desaparezca.

Llegaron a la casa, situada en pleno centro, al mediodía. Un libro abierto sobre la mesa, la radio sintonizada en Radio Gáldar, el cigarrillo consumido y una taza de café medio llena. La puerta trasera daba al pequeño patio donde José secaba sus esculturas al sol. Todo parecía en orden, salvo un detalle: huellas de gofio cubrían el suelo del salón, formando un camino que terminaba junto a la puerta trasera. 

—¿Ves esto? —señaló Adara.

—Gofio derramado. ¿Y qué?
Aquí todo el mundo lo consume con “lechita” por las mañanas.

—¿Por qué habrían huellas de gofio aquí si el molino está en Becerril?

Esa noche, la inspectora no durmió. Algo le decía que la respuesta no estaba en Becerril, sino en el viejo molino, el del barranco, que había sido abandonado hacía más de una década.

Al día siguiente, cansada de esperar por su compañero, bajó sola hasta el barranco. El molino estaba casi todo engarbujado de matos, tuneras y óxido. Dentro, el aire estaba enrarecido. Un olor agrio y fuerte, como a queso viejo, impregnaba las piedras. Caminó con cuidado hasta la pared del fondo y entonces lo vio: una trampilla mal cerrada bajo un saco de trigo.

La abrió con esfuerzo y dentro, encontró a José. Estaba sucio y aparentaba estar deshidratado, pero vivo.

—Caballero... —susurró, aliviada.

—Me encerraron… —balbuceó él, con los labios resecos—. Mi vecino… quiere quedarse con mis obras de arte...

La historia se destapó como un queso mal curado. Una disputa antigua por unos metros de parcela, celos, ambición. El vecino, el mismo que acudió a comisaría a denunciar su desaparición, había planeado golpearlo para robarle, pero algo salió mal y prefirió hacerlo pasar por desaparecido. Pero el gofio, ese polvo traicionero que había desayunado esa mañana, dejó un rastro que sólo alguien que prestara atención a los pequeños detalles podría seguir.

José se recuperó. El vecino fue detenido. Magazine NorteGC se hizo eco de la noticia, y la inspectora Adara, con una taza de café en la mano sentada en la terraza del Bar El Casino, miró hacia la iglesia y pensó que, tal vez, en Guía, el crimen no gritaba… pero siempre terminaba hablando.

En otra vida - Relato publicado en Magazine Norte GC el 8 de junio de 2025

En otra vida

Olga Valiente




Hay quienes dicen que los sueños habitan en algún lugar etéreo, flotando allí donde el inconsciente reconoce los susurros de nuestra alma. Dicen también que, a veces, se disfrazan de deseos imposibles, recuerdos inventados o mensajes que se presentan justo a tiempo. 

Yo lo supe con certeza la primera vez que soñé con aquella casa blanca situada al borde del acantilado. No conocía el lugar o, al menos, no lo recordaba y, sin embargo, todo me resultaba familiar: el sonido de las gaviotas, el olor a salitre, el viento en la cara, el crujir de la madera del porche bajo mis pies… había estado allí. Lo que no sabía era cuándo.

Soñé con la casa durante varias semanas y cada noche se repetía la misma escena, una y otra vez: una niña de pelo ondulado de espaldas mirando al mar, abrazada a una manta roja de cuadros, el viento ondeando su cabello y su vestido de color verde, una leve y tranquila melodía que parecía susurrada por las olas al chocar con las rocas. 

Al despertar, me sentía triste y nostálgica, como si alguna vez, en otra vida quizá, hubiese estado allí, y mi corazón lo añorase, como si dejara algo atrás cada vez que abría los ojos. 

Una noche, en uno de esos sueños, la niña se giró. Tenía mis ojos, mis pecas, mi sonrisa. 

Y entonces comprendí. Aquella no era una casa cualquiera, ni tampoco una escena casual o aleatoria. Era parte de mí, un fragmento de mí misma, un recuerdo perdido en algún lugar de mi alma que mi mente rescataba de manera insistente para recordarme quién era y de dónde venía antes de que aparecieran el miedo, el deber, las obligaciones… Para recordarme la niña inocente y alegre que era antes de crecer y silenciar mis verdaderos anhelos. 

Desde ese momento entendí que debía hacer lo que más deseaba y tanto bien me hacía: escribir. Y lo hice. 

Empecé escribiendo sobre esos sueños, pero, no para interpretarlos, sino para no olvidarlos ni olvidarme nunca más de mí misma porque allí, además de mensajes de mi subconsciente y de mi alma, había guías alumbrándome el camino. Faros que alumbraban lo que había quedado oculto tras las sombras y me ayudaban a seguir andando.

Y gracias a ellos, en aquellos momentos entre la noche y el despertar, en el maravilloso mundo de los sueños, volví a encontrarme. 


La isla sumergida - Relato publicado en Magazine Norte GC el 1 de junio de 2025

La isla sumergida

Olga Valiente




Al bajar del barco, sentí su recibimiento como un puñetazo de calor en el rostro. No pisaba aquella tierra desde que era pequeña, hacía ya unos 30 años y, pese a todo, algo dentro de mí aun reconocía el olor del mar rancio y sucio y el aroma a tierra que traía el viento procedente de los caminos sin asfaltar que subían desde el puerto. 

Hacía una semana que mi abuela nos dejó y, aunque siempre dije que no volvería a pisar aquella isla, allí estaba: con la mochila cargada de recuerdos a la espalda y un sentimiento molesto de añoranza en el corazón. 

La cara en la que vivía era más pequeña de lo que recordaba de pequeña, lo que antes me parecía enorme ahora no era más que una minúscula hacienda en medio de la nada. Sus contraventanas colgaban torcidas, la pintura estaba desgastada y el patio, donde me gustaba correr de pequeña y jugar al escondite con mis primos, ahora lucía sucio y abandonado, lleno de matojos secos.

La primera noche en la casa no pude dormir. La segunda, tampoco. Y la tercera, encontré la caja o, más bien, ella me encontró a mí. 

Había caído desde lo alto de uno de los armarios del desván mientras hacía limpieza. Estaba oxidada y envuelta en polvo y telarañas. Dentro, cuidadosamente ordenadas y apiladas, había cartas escritas en 1952 y fotografías desgastadas de mi madre, abrazando a un hombre que no era mi padre, junto a una llave. 

Esa noche la pasé leyendo todas y cada una de ellas, descubriendo una parte de la historia desconocida hasta ahora: un amor prohibido entre mi madre y un pescador local, un escándalo que casi destruye a la familia y la triste decisión final de renunciar a él por mantener las apariencias.

“La isla sumergida” de la que hablaba en las cartas no era un lugar imaginario, sino un caserío viejo que se inundó tras la construcción del embalse donde, según recuerda en palabras de su abuela, “quedó enterrada toda la historia familiar”.

No podía irme de allí sin encontrar aquel lugar, ya tendría ocasión de visitar a mi madre en el psiquiátrico y preguntarle por su juventud. Así que, alquilé una barca pequeña y remé hasta el centro del embalse. Pasé horas allí sentada, sola, en mitad de la nada, dejándome llevar por las emociones que traía el viento hasta que, empecé a distinguir bajo la superficie lo que parecía ser restos de una azotea. 

Bajo el agua dormían los fantasmas del pasado de la familia, secretos inconfesables que se borraron con el agua. Una ráfaga de aire me recordó por qué me dolía tanto el alma y el corazón cuando visitaba la isla y entendí que ya no podía seguir huyendo. La isla, mi isla, estaba dentro de mí, la llevaba en la sangre, en mi memoria, en mi piel, en las heridas que tanto me costó sanar. 

Al llegar a casa encendí todas las luces, no para huir de la oscuridad, sino para hacerle entender que había vuelto para devolverle la vida que siempre tuvo y hacerle justicia. 




Su vampiresa - microrrelato publicado en Magazine Norte GC el 27 de mayo de 2025


Lo conocí en la feria. Su voz en mi oído parecía hipnotizarme; sus ojos, negros como el abismo más profundo. “¿De qué tienes miedo?”, me preguntó. Mi piel erizada fue la única respuesta. Y entonces, sentí sus labios en mi cuello. Su mordisco: lento, suave y helado. El mundo se volvió negro, pero desperté más viva que nunca. La sed, como necesidad imperiosa de mi no alma, me consumía. Aún recuerdo aquel instante y me pregunto si le temía a él tanto como a mí ahora mismo. 

Secretos - Publicado en Magazine Norte Gran canaria el 31 de julio de 2025

Como cada noche, Lucía se encerró en su cuarto para leer el libro, ese donde las palabras parecían cobrar vida bajo la tenue luz de su lámpa...