A los 8 años pisé la nieve por primera vez. Mis padres me llevaron a esquiar a los Pirineos aprovechando las vacaciones de semana santa y, desde aquel momento en el que mis mejillas sintieron caer aquellos fríos y suaves copos de nieve, supe que volvería. Nosotros vivíamos en un lugar donde las estaciones pasaban desapercibidas y la nieve sólo la veíamos en las películas de navidad donde todo es amor y magia, así que soñar con volver y quedarme se convirtió en mi anhelo constante día tras día, año tras año.
Mis amigas solían reírse de mí porque siempre andaba dibujando paisajes donde las montañas siempre estaban nevadas, o porque escribía historias en las que unas hadas mágicas vivían refugiadas del frío en el interior de los abetos de un bosque. Me decían que debía aceptar que a mi alrededor todo era sol y playa, y que tenía que aceptarlo y vivir, que dejara de soñar con tonterías. Pero yo nunca perdí la esperanza; la vida es muy caprichosa y nunca se sabe lo que nos tiene preparado el destino.
Cuando por fin llegué a la edad adulta, y la suficiente capacidad para decidir lo que quería hacer con mi vida y, por supuesto, el dinero que me permitiese elegir mi rumbo, empaqueté todas mis pertenencias y me mudé a los Alpes. Para muchos ese lugar era frío e inhóspito, pero para mí era sinónimo de plenitud. Al llegar, sentí como el aire puro acariciaba mis pulmones dándome la bienvenida y un escalofrío sacudió mi cuerpo llenándome de pura felicidad.
Mis días se llenaron de caminatas por bosques helados, senderos llenos de nieve brillante y atardeceres en los que el cielo se teñía de rosa y violeta; y por las noches, sentada en el porche con una taza de chocolate caliente, mi mata favorita y buen libro, las aprovechaba para recordar los sueños que tenía de pequeña y los esfuerzos que hice para lograr que se hicieran realidad. Ahora, las montañas ya no eran un sueño, sino el lugar donde finalmente, y para siempre, podría vivir rodeada del paisaje que se quedó a vivir en mi interior desde aquel primer día.
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