Croqueta llegó a casa cuando yo tenía 6 años. Mi madre decidió presentármelo el día de mi cumpleaños, justo después de soplar las velas de mi tarta de princesas. Era negro, y lo que más me gustó de él fue su impresionante ojo color verde. Y digo “ojo” porque el otro era marrón.
A mi perro, el único animal que acaparaba la atención de los humanos de la casa, no le sentó nada bien la llegada del nuevo habitante, por lo que, los primeros días, se paseaba silencioso por la casa mirándolo con recelo.
Tenía que haberme dado cuenta de por qué no le gustaba. Pero ahora lo sé.
Una semana después de su llegada, empezaron a suceder cosas extrañas en casa: aparecían y desaparecían objetos, la televisión y la radio se encendían solas, las plantas de la terraza brillaban y las puertas que dejábamos cerradas, nos las encontrábamos abiertas.
La primera en darse cuenta de estos sucesos fui yo, pero los que se percataron de que Croqueta se comportaba como una persona, fueron mis padres.
Una noche, mientras estábamos cenando en el salón, la vecina llamó al timbre. Al parecer nuestro gato se había escapado de casa y había decidido acurrucarse en la cama de Don Jerónimo, el padre de la vecina.
Don Jerónimo llevaba dos días agonizando en su cama por una rara enfermedad que los médicos nunca supieron diagnosticar. Cuando vieron a Croqueta junto a su cara, temieron que pudiera lastimarlo pues respiraba de manera agitada, pero al ver cómo su ronroneo calmaba su respiración, decidieron dejarlo un rato más.
A la mañana siguiente, lo volvimos a perder de vista. Estábamos seguros de que había vuelto a colarse en la casa de al lado. Pero para nuestro asombro, cuando la vecina nos pidió que entrásemos a buscarlo, notamos cómo la habitación había adquirido un aire cálido y reconfortante y Don Jerónimo parecía descansar plácidamente, por lo que decidimos dejar que se escapara de casa cuantas veces quisiera.
Días después, la vecina vino a agradecernos su compañía, no estaba muy segura de lo que decían en internet sobre el poder de sanación de los gatos, pero, de lo que sí estaba segura, era de que su presencia había llenado los días de Don Jerónimo de vida. Y sólo con eso ya se sentía completamente feliz.
Desde aquel día, la gente del pueblo nos preguntaba por Croqueta cuando nos encontraba por la calle dándonos permiso, de manera sutil, a pasarnos por su casa con él cuando quisiéramos. Nuestro gato era mágico y sanaba a la gente y, casi sin quererlo, se había convertido en la última esperanza de quiénes sufrían en silencio.
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