La tarde estaba siendo una de las más silenciosas del otoño, hasta las que aquellas primeras gotas hicieron su aparición. Cada una de ellas, de las que caían sobre mi tejado, parecía entonar una nota musical diferente y, al mismo tiempo, contar una historia: la del viento que arrastra las hojas, la del trueno que retumba a lo lejos casi como un tambor, la de la madre tierra agradeciendo la humedad…
No pude aguantar las ganas de cerrar el libro que estaba leyendo y acercarme a la ventana. Siempre me ha gustado admirar las gotas de lluvia resbalando en el cristal, siguiendo cada una su propio camino, creando diferentes paisajes. Aún recuerdo cómo, cuando era pequeño, mi abuela me acercaba una taza de chocolate caliente y me invitaba a sentarme en su mecedora de la terraza a disfrutar de la lluvia.
Ahora el chapoteo me invita a parar, a recordar mi infancia, a recorrer cada uno de los rincones de mi mente en busca de su calidez, a acordarme de ella.
Sin darme apenas cuenta, de forma casi automatizada, cogí el chubasquero, salí al porche y abrí el paraguas. El aire húmedo en mi cara y el olor a hierba mojada despertaban un sentimiento inexplicable que me recorría el cuerpo invitándome a moverme.
Bajo la lluvia, mi alma parecía revivir, el olor de las flores se intensificaba y mis emociones, una vez guardadas y reprimidas, parecían aflorar; los pájaros sacudían sus alas y volaban sintiendo al viento y la lluvia en cada pluma y yo celebraba la sensación de libertad bailando bajo ella.
Cuando el aguacero menguó, las nubes desaparecieron, el cielo se llenó de un azul intenso y un pequeño pero brillante y hermoso arcoíris hizo su aparición. El agua no sólo había limpiado el ambiente, sino también todas las penas que hacía tiempo guardaba en mi corazón.