04 octubre 2025

Un amor prohibido - relato presentado a la revista digital Amalgama de letras


Axel y Aroa se conocieron en una fiesta de verano a la que ninguno quería ir. Entre luces de colores, música de los 90 y cervezas sus miradas se cruzaron. Ninguno creía en el destino, sino más bien en las casualidades. Sin embargo, aquella noche había ocurrido algo. Sus ojos no podían dejar de buscarse, sonriendo cada vez que se encontraban. Lástima que Aroa fuese la novia de uno de sus mejores amigos.

Mario se sentía feliz, había conocido a una chica fantástica hacía un mes y hoy, se la presentaba a sus amigos en la fiesta. Axel trató de ignorar que Aroa era aquella chica, pero no podía dejar de mirarla. 

Puede que el destino tuviese mucho que ver, pues la semana siguiente, la veía en todas partes: en el super haciendo la compra de la semana, en la biblioteca estudiando, en el gimnasio haciendo pesas, en la estación de metro…y en cada uno de esos encuentros casi clandestinos se fueron sintiendo cada vez más perdedores de aquella absurda batalla. Una sonrisa robada aquí, un tímido hola en la cafetería, una conversación demasiado larga allá, un beso robado en una esquina oscura…

Pasaron semanas encontrándose en secreto, disfrutando de lo que pensaban que acabaría en desastre, debatiéndose entre la lealtad a Mario y la pasión incontrolable que los invadía en cada encuentro; con el miedo a las críticas, pero las ganas locas de querer tocarse. 

Pero ya era demasiado tarde. El terreno ya no era pantanoso, sino puro fango. Sentían amor cada vez que se miraban y lloraban desconsolados en cada despedida, por lo que decidieron hablar con Mario. 

Pi pi pi pi, pi pi pi pi. Son las seis de la mañana y suena el despertador. Axel se levanta sudoroso en su casa de campo. La cabeza le da vueltas y siente la boca seca y la lengua pesada. Desorientado, trata de adaptar su vista a la claridad de la mañana y recordar lo que había hecho la noche anterior. 

De repente recordó su nombre: Aroa. La chica más bonita de la fiesta. La novia de su amigo Mario. 

Axel, confundido, se lava la cara pensando que, al menos por una noche, había sido el hombre más feliz del mundo. Se puso la ropa de deporte y salió a correr. Con suerte, el destino volvería a ponérsela en el camino. Y si no, esa noche volvería a soñar cómo sería su vida junto a ella. 


La vida y el amor - relato publicado en Magazine Norte GC el 28 de septiembre 25



La vida es como un río, nunca se detiene. A veces tiene más caudal, sus aguas son más claras y ligeras, fáciles y agradables de beber; otras veces, sin embargo, su caudal disminuye, el agua se vuelve turbia ya arrastra hojas secas, ramas rotas y el peso de todo lo que se ha limpiado en ella. Nadie tiene control sobre su cauce, pero todos controlamos la manera y el momento en el que nos acercamos a él: con miedo a resbalar, caer y mojarnos o con fuerza, valentía y decisión para sumergirnos en él. 

El amor, en cambio, casi todos lo vivimos y sentimos igual, aunque a veces nos duela. El amor es ese sentimiento que nos arropa y nos calienta en las noches frías, el que nos hace arder de manera suave, reconfortante, como un abrazo que nos acompaña siempre y nos hace sentir bien, nos ilumina y nos hace brillar. No hay manera de evitarlo, pero tampoco de retenerlo, porque no se ata; se respeta, se cultiva y se comparte. 

Ambos, vida y amor, se parecen más de lo que creemos. Los dos son impredecibles, tormentosos y frágiles, pero a la vez infinitamente poderosos y emocionantes. Nos invitan a dejarnos llevar y a perder el miedo a caer, a sufrir y a equivocarnos. Llegan a nosotros para recordarnos que, a cada momento, en cada instante, la verdadera riqueza está en lo vivido y cultivado, no en lo acumulado. 

Porque al final del camino, cuando todo se acaba, nadie se lleva más que aquello que ha sentido y llenado su alma. El amor que damos, la intensidad con la que amamos, los gestos sinceros, las veces que damos luz y ayudamos a los demás a brillar, es lo que queda en la memoria de los que aquí se quedan. Por eso, cuando la vida nos parezca pesada, aburrida o injusta, conviene recordar que nosotros mismos la hemos elegido y no hemos venido a ella a entenderla, sino a vivirla intensamente y amar y ser amados. 

La niña que guardaba su sonrisa en el bolsillo - Relato publicado en Infonorte digital el 21 de septirmbre 2025


Así era Wendy, de aspecto infantil, con cabellos rosados y suaves como hilos de seda y unos grandes y curiosos que miraban con ganas de aprender. Todos la conocían por su sonrisa, decían que era la más luminosa del lugar y que, hasta incluso, podía encender con ellos viejos faroles apagados. Su sonrisa se escuchaba en cada calle del pueblo y con ella hacía que los demás olvidasen sus penas. 

A su lado siempre estaba su mejor amigo: Tolo, un perrito pequeño, inquieto, peludo y de orejas juguetonas que extendía al correr, pareciendo que volaba. Nunca nadie supo de dónde y cuándo apareció Tolo, pues nunca nadie lo vio perdido por las calles y no conocían quién hubiera tenido perro antes. Simplemente, un día Wendy lo encontró junto a su puerta al llegar de la escuela. Como si hubiese estado allí, inmóvil, esperándola. Y desde entonces, se volvieron inseparables. 

Lo curioso, era lo que Wendy iba contando a los habitantes del pueblo: decía que en el único bolsillo de su camiseta guardaba la mayor de sus sonrisas, esperando a salir delante de quien más la necesitara. Era invisible, nadie la podía ver, excepto ella, que la guardaba con cuidado junto a su corazón. A veces, cuando notaba que alguien estaba triste, le gustaba meter la mano  en el bolsillo y ofrecer un poquito, pero solo un poquito, de su sonrisa, como quien reparte caramelos a los niños en la cabalgata de navidad.

—Mi sonrisa nunca se acaba —le explicaba a su perro mientras acariciaba sus orejas—. Al contrario, cuanto más la comparto, más crece.

Tolo movía la cola dando a entender que la entendía. 

Una mañana de invierno, el cielo amaneció completamente encapotado, repleto de unas nubes tan densas que no dejaban asomar la luz, dejando las calles del pueblo sumida en la oscuridad. Ese día nadie quería salir de sus casas, andaban tristes y cabizbajos mirando tras el cristal de las ventanas, sin un atisbo de sonrisa en el rostro. Wendy no podía soportar tanta tristeza y no estaba segura de que su sonrisa mágica alcanzara para todo el pueblo pero, aún así, respiró profundo, metió la mano en su bolsillo y, con una amplia sonrisa, comenzó a arrancar pedacitos invisibles de su sonrisa imaginaria. 

Anduvo durante un rato visitando cada casa de cada calle, llamando a las puertas de los vecinos, repartiendo sonrisas limpias y brillantes, iluminando cada rincón del lugar. 

Rápidamente el eco de su alegría empezó a rebotar en las paredes contagiando a todo aquel que se topaba con ella, mientras que su perrito la acompañaba saltando y ladrando loco de contento por saberse parte de ese intento de salvar al mundo. Poco a poco, las nubes comenzaron a disiparse, y donde antes había oscuridad, apareció un cielo azul tan claro que todos levantaron la cabeza y suspiraron de alivio.

Esa noche, mientras la niña abrazaba a su perro y miraba las estrellas, susurró:

—Prometamos que nunca dejaremos de reír, porque el mundo necesita más luces como la nuestra.

El perro apoyó su hocico en su regazo, y justo entonces una estrella fugaz cruzó el cielo. Algunos dicen que aquella estrella era la prueba de que el universo había escuchado su promesa.

Desde entonces, cada vez que un niño ríe de verdad, un brillo nuevo aparece en el firmamento, recordándonos que la risa de los inocentes es la magia más poderosa que existe.

el pasillo azul - relato publicado en Magazine Norte el 16 de septiembre de 25



Mi hospital, a cierta hora, se convierte casi en otro mundo: uno paralelo donde suceden cosas que nunca nadie me creería.

Aquel turno no fue el primero, pero tampoco el último. El reloj del office marcaba las tres de la madrugada, y el silencio invadía cada rincón siendo interrumpido únicamente por el zumbido eléctrico de las máquinas, las luces del techo y el eco lejano de algún carro de limpieza. 

Y allí estaba yo: sentada en la camilla, con la mascarilla aun puesta cubriéndome el rostro, la mirada perdida en el suelo y el cansancio marcado en mi rostro. Ya no aguantaba más el peso de la noche sobre mis hombros. Llevaba varias horas de guardia y lo que mantenía despierta no era el café, sino las historias que vivía y repetía cada noche, acumuladas todas en cada uno de los pasillos del enorme hospital.

Estos pasillos, azules y desgastados, habían visto las dos caras de una misma moneda: la vida cuando llega y también cuando se va. En ellos se habían sujetado miles de manos temblorosas, se habían dado buenas y malas noticias, se habían cobijado a quienes celebraban entre abrazos y se rompían entre sollozos. Muchas esperanzas, cientos de secretos y palabras que ocultaban la verdad evitando herir. 

En mi bolsillo, mi cuaderno de notas favorito esperaba a ser consultado hasta que un movimiento captó mi atención. En el extremo del pasillo, junto a la puerta entreabierta de la sala de aislamiento y los ascensores con conexión directa a quirófano, había un hombre vestido con una bata blanca. Llevaba el cabello recogido bajo un gorro, las manos en los bolsillos y caminaba lentamente hacia mí. No hacía ruido, sus pasos no se escuchaban, pero no dejaba de avanzar. 

Restregué mis ojos en un intento de ver con mayor claridad de quién se trataba pero, él ya no estaba allí.

Mi corazón entró en modo defensa, la piel erizada me avisaba de que algo no iba bien y mis sentidos despertaron de golpe. No era la vez que me sucedía algo así. Desde hacía ya algún tiempo, cuando todo se quedaba en penumbra, y el ritmo frenético de los días se atenuaba, sentía que las paredes dejaban salir las que, hasta ese momento, habían sido solo presencias invisibles. Pacientes que nunca se fueron del todo. 

Saqué mi cuaderno de notas y escribí: 

“Una noche más, en este enorme y solitario pasillo, la vida y la muerte se dan la mano en silencio. Y yo vuelvo a ser testigo de ello.”

La informante - relato publicado el 7 de septiembre 2025 en Magazine Norte de GC


Toda la sala estaba en penumbra, lo único que iluminaba la mesa era el titilar de un vela... negra. La médium, como siempre en cada una de sus sesiones, tenía las manos colocadas sobre el planchette de la ouija, los ojos cerrados y respiraba de manera pausada y profunda.

Ya había perdido la cuenta del número de veces que había hecho aquello, pero esa noche la sensación que le recorría el cuerpo y se le instalaba en la nuca era diferente. Notaba el aire más pesado, más denso, como si el espíritu, antes incluso de dar inicio a la sesión, ya la estuviera esperando impaciente al otro lado. 

Bajo sus dedos, la planchette comenzó a moverse, y las letras empezaron a cobrar vida. Al principio de manera lenta, pero después urgentes, deletreando un nombre que le heló la sangre: Heriberto. Lo recordaba bastante bien: era el niño que había desaparecido hacía ya un año sin dejar rastro y por el que tantas veces le había preguntado su tía, amiga suya desde la infancia. 

—¿De verdad eres tú?— susurró.

El planchette respondió bruscamente: sí. 

Y entonces, se sucedieron las frases largas, encadenadas unas con otras, casi con desesperación. El espíritu de Heriberto le contó el lugar exacto en el que se encontraba su cuerpo, ya en descomposición, enterrado bajo el viejo puente; quién lo había llevado hasta allí, aquel vecino suyo al que todos consideraban intachable; cómo había sido engañado, con la promesa de sus golosinas favoritas; y, sobre todo, por qué él. 

No pudo evitarlo y comenzó a llorar. Había visto y oído muchos tipos de espíritus durante sus años como médium, pero jamás se había encontrado con uno tan pequeño que hablara con tanta claridad y le provocara tanto dolor. 

A la mañana siguiente, acudió a la comisaría nada más levantarse a sabiendas de que nadie la creería. El inspector de homicidios la miró con recelo cuando le contó a qué se dedicaba, pero la precisión de los detalles y la emoción que la embargaba le obligó a comprobarlo. Encontraron el cuerpo en el mismo lugar que ella describió y, junto a él, pruebas que señalaban al vecino que había señalado. 

La prensa lo llamó “milagro”, pero la policía sabía que aquello había sido algo más misterioso. Nadie lo admitió en voz alta pero, pese a ello, la contrataron como “informadora profesional” llevándola con ellos en cada uno de los casos en que era necesaria su presencia. Aquella mujer era capaz de abrir puertas donde otros solo veían paredes de hormigón, y no podían desaprovecharla. 

Cada noche, desde aquel día, la médium encendía una velita en honor a Heriberto siempre que llegaba a casa. No podía devolverle la vida, pero había cumplido con él contando su verdad. Y ahora, más que nunca, apreciaba su don. Ya no solo se dedicaba a ayudar a las personas que acudían a ella en busca de respuestas, sino que también proporcionaba un puente entre la justicia de los vivos y la voz silenciada de los muertos. 

Una lista para mañana - Relato publicado en Magazine Norte GC el 1 de septiembre 25


Aquella lista apareció por debajo de mi puerta de repente, alejándome del olor a pan recién hecho que salía de mi horno. El papel era cuadriculado, como el que yo solía usar en mi cuaderno de recetas, y la letra, demasiado parecida a la mía: gofio, tomates, un paquete de velas blancas, pilas AAA, cinta aislante y un paraguas. Debajo, una postdata: “No vayas por la calle principal. Vete por la de atrás.”

Lo primero que pensé es que mi vecina, Doña Elvira, me estaba gastando una broma. ¡Era tan divertida! Así que decidí seguirle el juego. Cogí mi bolsa de tela y bajé a por las cosas de la lista. En la calle el cielo lucía bajo la ya habitual calima de verano que no deja ver el sol en su esplendor, aunque se logra intuir allá al fondo, redondo, borroso y a los lejos. 

Entré en el Hiperdino y compré. El cajero me miró con cara rara cuando me vio coger el paraguas de la zona de productos en oferta y no pudo más que echarse a reír teniendo en cuenta el bochorno del exterior. Sin embargo, al salir, caprichoso el clima y cambiante el alisio, el tiempo dejó de ser el mismo: una gota, después dos, luego diez y, sin apenas darme cuenta, una tromba de agua me cayó encima. 

Miré hacia atrás y le sonreí al cajero. En la puerta un niño lloraba por no querer mojarse. Le presté el paraguas y su madre me dio las gracias.

De vuelta a casa, cogí por la calle de atrás obedeciendo la orden de la postdata anónima. Casualidad o no, justo en ese momento, en la calle principal por la que solía pasear cuando iba al supermercado, se oyó un golpe: una guagua que frenó tarde y convirtió la tarde en tragedia con el sonido de un crujido metálico de fondo. Mi corazón salió con fuerza y yo seguí caminando. 

Nada más abrir la puerta, la luz del salón me recibió parpadeando para, acto seguido, dejarme completamente a oscuras. Las velas que compré me sirvieron de luz improvisada y,  a falta de televisión, mi antigua radio cobró vida gracias a las pilas AAA recién adquiridas. De ella, sin saber muy bien cómo y por qué, surgió la preciosa voz de mi abuela cantando una folía. La pusieron en honor a las grandes artistas canarias que tantos buenos momentos repartieron en su época. 

Afuera el tiempo seguía empeorando: la lluvia no paraba y el viento se volvía cada vez mas agresivo haciendo que la ventana del salón no dejara de temblar. Menos mal que mi padre me enseñó que con cinta aislante todo tiene solución. Y yo acababa de comprar una...

Mientras esperaba a que la tormenta amainase y todo volviese a la normalidad, me preparé una ensalada de tomate acompañada de gofio amasado con plátano, como el que me hacía mi abuelo para merendar. 

Curiosa por los acontecimientos, me senté y estudié la lista con más detenimiento. La letra inclinada hacia la derecha, la forma de la “g”, el modo de plegar el papel...Todo era tal y como yo lo hacía. Aquella nota no podía ser una broma de la vecina. 

Un pensamiento me inundó la mente: ¿y si mi yo de mañana quiso dejarme un mensaje sabiendo lo que me iba a pasar?

Cogí una de las velas y me acerqué a la mesa de trabajo. Busqué un cuaderno, arranqué una hoja y escribí con calma: limón, tiritas, foto del muelle, monedas para la fuente. Postdata: No olvides llamar a Elsa. Ella hoy te necesita.

Doblé el papel cuadriculado en cuatro y lo dejé en el suelo, junto a la rendija de la puerta, justo en el lugar en el que encontré la otra. Un segundo después, casi sin que me diera tiempo a parpadear, una brisa se coló en el interior y tiró de la nota hacia afuera, haciéndola desaparecer ante mis ojos. No sé cómo explicarlo pero, en mi cabeza se coló la idea de unos dedos fríos tirando de ella y arrastrándola hacia otro tiempo. 

La luz llegó tal y como se había ido: sin precio aviso. La lluvia cesó y ya era momento de apagar las velas. Mientras me dirigía a apagar la radio para volver a mi tan ansiada tele, ésta cambió de estación. De ella ya no se escuchaban isas y folías, ahora lo que sonaba era mi propia voz, mi voz del pasado dirigiéndose hacia mí para agradecerme entre susurros la nota que le había dejado por debajo de la puerta. Y es que, a veces, la vida solo necesita una lista que cosas por hacer y poco de fe en el destino. 

El cielo guarda un secreto - Relato publicado en Magzine Norte de GC el 26 de agosto de 2025



Ya desde el inicio de todos los tiempos, el Sol y la Luna se amaban en silencio. Él, ardiente, brillante y apasionado, pasaba los días iluminando al planeta, aportando calor y vida a quiénes lo habitaban. Ella, serena, calmada y plateada, se contentaba admirándolo desde la distancia, reflejando en sí misma , toda la luz que él amablemente le regalaba.

¡Qué caprichoso el destino que, aun amándose con admiración, orgullo y respeto, no los dejara estar juntos! Cuando él despertaba y asomaba los primeros destellos de su tan bonita y cálida luz, ella debía dormir llevándose consigo, como buena guardiana, los sueños y deseos de la humanidad. Eran dos amantes que apenas tenían tiempo de rozarse, aprovechando para ellos los pocos minutos que separaban el amanecer del crepúsculo.

Aún así, aunque únicamente pudieran disfrutar de esos momentos fugaces, los aprovechaban al máximo haciendo que hasta incluso el cielo se tiñera de fuego y plata, y el universo entero se estremeciera ante tal bello espectáculo de luces y colores. Los humanos decidieron ponerle nombre a esos momentos llamándolos “amanecer” y “atardecer”, sin ni siquiera sospechar que dos almas celestes intercambiaban besos furtivos y casi robados. 

Un amor prohibido - relato presentado a la revista digital Amalgama de letras

Axel y Aroa se conocieron en una fiesta de verano a la que ninguno quería ir. Entre luces de colores, música de los 90 y cervezas sus mirada...